El Auditorio Nacional es uno de nuestros gigantes urbanos. Pertenece, desde que Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky lo recontruyeron en 1988, al breve –pero contundente– periodo de brutalismo en México. Todo él es monumental, espectacular. 9 mil 366 butacas y un escenario de 23 metros de altura dispuestos para los ritos ceremoniales contemporáneos: los conciertos. El Auditorio fue el año pasado el foro con más venta de boletos en el mundo, y ahora inaugura también un bar.

Después de 70 años de que abrió y 30 de su remodelación, el Auditorio está más vivo que nunca. Si tomamos en cuenta que al Auditorio no se puede entrar con bebidas alcohólicas ni comida, este espacio es más necesario que nunca. Es una buena razón para llegar más temprano e irse más tarde. El diseño estuvo a cargo de Esrawe Studio, uno de los diseñadores más importantes de Méxicos. 

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La intervención de Esrawe, en un edificio expresivo y fuerte como el Auditorio, tenía que acomodarse de manera casi orgánica. El espacio donde está el bar es debajo de la escalera principal, donde antes había una tienda de souvenirs más bien gris y olvidable. Esrawe aprovechó el arco natural de las escaleras para hacer una bóveda radiante, con geometría pura y simple. Un rincón que brilla por sí mismo.

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La barra ofrece todo tipo de bebidas y coctelería. Alrededor de la barra –la protagonista– hay un espacio con sillas para quedarse a beber y departir. El concreto, latón, cerámica y colores cobrizos que cubren esta guarida crean una microatmósfera nocturna y luminosa en medio del edificio monumental. Es un rincón necesario para prepararse o asimilar un espectáculo y, desde luego, evitar el tráfico descomunal de la salida.

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