En muchas ocasiones, lo pequeño es más grande de lo que parecería a primera vista, las acciones más desinteresadas e inadvertidas, especialmente en épocas de crisis, pueden tener efectos impresionantes, sobrecogedores y vitales.
El sismo que recientemente sacudió (y aún sacude) nuestra capital ha puesto en acción a quienes la habitamos, y nos ha llevado a las calles, a ayudar a amigos, vecinos, e incluso a perfectos desconocidos. La sacudida —una que tocó lo contundente, lo material, pero también lo más íntimo de nosotros— nos ha dejado con unas ganas enormes de dar, un sentimiento tan valioso como necesario. Pero, ¿qué podemos hacer para que nuestra ciudad, poco a poco, sane?
En una época en la que la individualidad se privilegia al punto del narcisismo, es necesario rescatar las relaciones directas, cercanas y, sobre todo, nuestro sentido de comunidad (uno de los preciosos recordatorios que nos dejó la sacudida). La diferencia entre comprar en la pequeña tienda de la esquina, atendida por una persona cuyo rostro vemos todos los días, o hacerlo en una de las grandes cadenas es la diferencia entre acercarnos con autenticidad a lo que nos rodea, o habitar un mundo de objetos y marcas.
Ya ni siquiera es necesario ir al enorme centro comercial, el restaurante o el supermercado: todo se puede ordenar por teléfono y esperar su entrega en nuestro hogar. ¿Cómodo? Sin duda. ¿Atractivo? No. Ningún contacto con una máquina, por más hermosa que ésta sea, sustituye el contacto con otro ser humano, sobre todo si vemos a ese otro como alguien que comparte el mundo, el país, la ciudad e incluso el barrio con nosotros, alguien que es nuestro igual.
La cohesión de una comunidad, su relativa sanidad, su potencial de supervivencia (en tiempos de desastre y también en tiempos de calma), depende de la calidad de las relaciones entre quienes la componen; es decir, depende del nivel de percepción y conciencia de la otredad. Reconocer en el vecino, en todos y cada uno de los miembros de la comunidad, a un semejante da sentido de identidad, pertenencia y genera la interacción, el respeto y la convivencia.
El aparentemente intrascendente acto de comprar la comida en la tienda de la esquina o cortarnos el pelo en la peluquería del barrio, y sobre todo si se hace una costumbre masiva, es una muy poderosa forma de hilvanar las grietas. El hábito de lo personal y lo sencillo debería quedarse con nosotros aún cuando el desastre haya pasado, además de una bella y casi mágica manera de relacionarnos con el mundo que nos rodea, empezando por lo más cercano y lo más pequeño. Invitamos a que así sea.