En el 2020 el tiempo se alarga o coarta a voluntad de un bicho. El espacio se agranda en los sueños, los gritos ondulan o se modulan dependiendo del compañero de encierro, la tristeza es indomable, a veces, y los amigos están detrás de una pantalla, atrincherados, del otro lado de la ventana del Zoom o el Google Meet o el FaceTime. Así es la amistad en el coronavirus.
En síntesis, las relaciones se volvieron verbales. Dejaron de existir las reuniones, las caminatas y los cambios de planes en un mismo día porque lo nuestro siempre fue lo improvisado. Pasamos de eso a tener reuniones en la pantalla y pláticas por mensajes que se dejan y retoman con los días en un mismo hilito epistolar. Los voicenotes se alargaron, ahora duran muchos minutos de soliloquios. La voz de los amigos es nuestro “carne y hueso” y, entre otras cosas, hemos dominado poco a poco el arte de tomar una llamada por video (con lo nerviosos que nos ponía si quiera escuchar la línea sonar).
Las pantallas
En las relaciones cara a cara, el contacto físico es un paliativo, otra forma de decir las cosas. En persona la atención se dispersa: una reunión contiene mucha gente y uno puede scrollear su celular sin ser linchado. O en una caminata con amigos, que las distracciones son miles, señalamos a un perro gordo tomando el sol, una casa que podríamos jurar que habita un loco, algún rótulo, un graffitti, la interesantísima gabardina de cuero de aquel señor bien vestido, etcétera, etcétera. Y esa es la plática misma. Las cosas que se aparecían eran nuestro hilo conductor.
Ahora comentamos la constante “sin novedad”: la interminable limpia de la casa, las cosas que comemos, los pájaros que escuchamos, las nubes “qué bonitas” y los sueños tan extraños. Algunos bebemos más por las tardes porque aquello marca un cambio de luz hacia la noche, otros observamos nuestras plantas como si fueran un texto interesantísimo que cambia todos los días. Y de eso hablamos cuando hablamos de coronavirus.
También, en las pantallas siempre está el posible poltergeist que nos congela la cara o la deforma o la glitchea a placer. Y eso es parte de nuestra nueva amistad. Esperar que el “error” virtual se acomode para seguir hablando de nada en especial:
Video:
Los envíos a la puerta de la casa
Pero los abrazos y silencios en compañía y todas esas cosas físicas se han desplazado hacia otros lugares; a los archivos que nos intercambiamos: películas y música, links y memes, selfies y fotos de cosas que vemos en el internet o que pasan por la ventana de la casa (que ya vienen a ser casi lo mismo). O al anacrónico gesto de enviar regalos físicos a los amigos, para hacerlos un poquito más felices.
Como el caso de una chica desventurada y triste a la que le dio varicela, sí, en pleno coronavirus, y su amiga le mandó un paquete con avena para calmar la comezón, un librito radiante, salvia y una carta que firmó igual que el regalo de su último cumpleaños. Y resulta que luego, esa misma amiga otro día despertó segura de que tenía el coronavirus porque sudaba en las noches, y no podía comprobarlo porque su termómetro había desaparecido (y en tiendas se agotaron desde marzo). Entonces la otra chica, ya sin varicela, le mandó un paquete con su termómetro, 3 pastillas de paracetamol, otro librito radiante y una carta que decía: “Repite conmigo, el COVID no existe”.
En este corto comentario sobre la amistad en coronavirus (o en cuarentena, más bien) caben mil formas más. Las experiencias propias de todos. Algunas certezas nos quedan y es que los amigos nos salvan y que lo que antes estaba cerca ahora está lejos y lo que antes estaba lejos ahora vive en una dimensión que se parece mucho a la ternura.
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