Antes La Bombilla no era un parque, ni un jardín de paso, ni una estación de MB; era un restaurante campestre, concurrido por las clases altas de la Ciudad de México, a la orillita de Chimalistac. Su techo estaba iluminado con bombillas eléctricas y al parecer por eso los dueños eligieron ese nombre concreto. Para cuando abrió el restaurante, allá en 1911, la bombilla eléctrica llevaba poco más de tres décadas de existir. Y a lo largo de 20 años, que se mantuvo abierto el lugar, éste fue foco de tensión política y aristocrática, pues era un lugar de encuentro y negociaciones, banquete de diputados y hombres de negocios. Parecido fue su final: novelesco. Un futbolista católico y una monja capuchina que tuteaba a todo el mundo se convirtieron en los asesinos, material e intelectual, del presidente Álvaro Obregón.
Ahora La Bombilla es un parque extrañamente poco concurrido. Muchos lo toman como un lugar de paso, aunque tiene todo para ser un buen paseo. Tiene árboles y jardineras bien cuidadas, un espejo de agua con fuentes brotantes sobre una explanada extendida y un monumento central que se nos impone con sus toneladas de cobre y hormigón.
Es el Monumento al militar Álvaro Obregón. Dicen que fue en este punto preciso donde José de León Toral le disparó a Obregón a las 2:20 de la tarde, el 17 de julio de 1928, día nublado. Toral tenía labios severos, pelo ondulado y como 4 dedos de frente. Con 27-28 años y seducido por la figura del mártir, se hizo pasar por un noble caricaturista, para así retratar a Obregón y sus bigotes, tenerlo cerca y, al momento de afilar el lápiz, hacer finta y disparar. Mientras, en La Bombilla sonaba la canción “El Limoncito”, que dicen que el mismo Obregón había pedido. Para ese entonces el político llevaba rato siendo manco. Había perdido la mano en una batalla en León y dicen que otro político sonorense insistió en conservarla en formol como recuerdo. Pero en una de esas la extravió y más tarde la mano empuñada flotando dentro de un envase apareció en un burdel.
Seis años después, Lázaro Cárdenas inauguró el parque y el monumento de arquitectura socialista. El monumento es una torre hueca a la que se puede entrar empujando fuerte su puerta de cobre, si es que está abierto. Por 74 años la mayor atracción fue la mano empuñada de Álvaro Obregón flotando en formol. La pasaban a ver niños y adultos, en familia o quizás como parte de algún tour. Hasta que el brazo se desmoronó, el tejido se hizo todo hilachas y la mano era una bola amorfa e inflamada. Entonces la cremaron.
Hace unos cinco años remodelaron el Parque de La Bombilla, sembraron más árboles y mejoraron la jardinería. El espejo de agua y los juegos de niños los modernizaron (y quitaron las mesas de ajedrez que nos hacen tan felices). El monumento sigue siendo el mismo, irrumpiendo la cotidianidad, ya sea si uno toma este parque como un lugar de paso o un paseo. Yo recomiendo el segundo: sucumbir ante su masa grave, sentirse miniatura, tirarse al pie de las esculturas que alegan valores de otros tiempos (que creó Ignacio Asúnsolo). Ver las esculturas de cactus y águilas y obreros y otra vez sucumbir pero esta vez a lo bellas que son.
O hacer lo que sea que uno prefiere hacer cuando se suspende en el hilito de tiempo que es el paseo.
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