De todas las cosas que uno puede ver mientras camina por Madero, una de las mil y un ignoradas es el mascarón felino que está en la esquina de Motolinia. El leoncito, como cariñosamente lo llaman algunos transeúntes, es uno de lo monumentos silenciosos de la ciudad y conmemora la fecha en que desaparecimos bajo el agua.
Como si la ciudad quisiera recuperar su pasado lacustre, el 21 de septiembre de 1629 una enorme tromba cayó sobre la Ciudad de México e hizo que el canal de desagüe de Huehuetoca superara su 7 veces su capacidad. Fue la inundación más grande jamás registrada en la capital. Hay quienes dicen que esta tragedia pudo haberse evitado, aunque por decisión de un sola persona murieron cerca de 30 mil personas y la capital de la Nueva España quedó inutilizada por al menos 5 años.
Una tragedia anunciada
Según testigos como el arzobispo Francisco de Manso y Zúñiga, unos meses antes de que comenzara la lluvia, el virrey asignó al ingeniero Enrico Martínez para realizar reparaciones en el canal. Martínez era el maestro mayor del desagüe, así que estaba en sus manos decidir si las compuertas se mantenían abiertas o cerradas. El día de la tromba le dio más prioridad a las reparaciones que a una muy posible inundación, y decidió no abrirlas para permitir que el agua fluyera.
Ese 21 de septiembre todo un lago bajó desde los cerros. Lo primero que desapareció fueron las villas de los indios que estaban en la periferia. De acuerdo con un texto de De Manso y Zúñiga, de las 20 mil familias que vivían en la ciudad, sólo sobrevivieron 400. Cuando terminó la lluvia lo único que se escuchó fue el llanto, los gritos de ayuda y el repicar funesto de las iglesias.
La gran reconstrucción
¿Cómo reconstruir algo que ni siquiera está en ruinas? Esa fue la pregunta que se hicieron muchos ciudadanos que querían encontrar la forma más inmediata de recuperar el espacio seco. Hubo quienes creyeron que en la memoria indígena debía estar la ubicación secreta de un antiguo desagüe del cual sólo Moctezuma conocía su ubicación, pero ahora, con todos los registros mexicas destruidos por la Inquisición y la lluvia, a la burguesía criolla sólo se le ocurrió ofrecer una recompensa de 100 mil pesos para quien tuviera información útil. Por supuesto, ésta nunca apareció.
Muchas de las familias que sobrevivieron a la tromba prefirieron migrar antes que seguir viviendo en espacio donde los escombros flotaban junto con los cadáveres de personas y animales que nadie reclamaba. Quienes se quedaron, lo único que pudieron hacer para encontrar consuelo desde sus azoteas fue escuchar a los sacerdotes que daban misa en los campanarios de las altísimas iglesias. Algunos intentaron saquear tiendas y almacenes, pero cualquier intento de sobrevivir gracias al hurto fue inútil, todas las reservas estaban perdidas. Fray Gonzálo de Córdoba escribió que la ciudad no podría habitarse nunca más.
El agua alcanzó un nivel poco mayor a los dos metros en su punto más alto y, dos años después de la tromba, el agua apenas había bajado unos centímetros. El virrey recibió un decreto real para mudar la ciudad a un punto cercano como Coyoacán, Tacubaya, Tacuba o San Agustín de las Cuevas. No obstante, debajo del agua había más de cincuenta millones de pesos recién invertidos en varias obras públicas.
El leoncito, una cicatriz urbana
Para 1634, lo único que quedaba de la gran inundación eran los edificios vacíos y sus manchas de humedad que marcaban, según su opacidad, los diferentes niveles que había alcanzado el agua en 5 años. A ras de la marca más alta alguien mandó poner el mascarón de león, no hubo una placa ni un nombre, sólo esa piedra labrada que sirvió como recordatorio y cicatriz de una herida que la ciudad que, como ese ser viviente y resiliente que es, curó por sí misma.
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