“Lo que pasó con nuestra ciudad –escribe Jorge Ibarguengoitia en los ochenta– es semejante al caso de la señora que tuvo un hijo muy grandote. Todas sus amigas le decían: ¡Ay, qué niño tan grandote!… Hasta que el niño, de año y medio de edad, llegó a medir 2.85 metros. Tuvieron que tumbar parte de la casa y hacerla dúplex. Ya nadie le preguntaba a la madre por su hijo, ni a ella le daban ganas de contar que seguía creciendo. Para dormir, el niño necesitaba tres camas y no podía salir a la calle porque le estorbaban los alambres de la luz. Y nadie habló del niño, hasta que éste se comió a la criada, y alguien tuvo el valor de decirle a la madre: Oye, llévalo al médico”.
Así pasó con la Ciudad de México.
“En los años cincuenta”, concluye el autor, “era ‘objeto de orgullo’, pero no paró de crecer, hasta volverse un monstruo. Y es que durante la segunda mitad del siglo XX, esta ciudad dejó de ser un asentamiento de 1.67 millones de habitantes y 117 kilómetros cuadrados en la modernidad (si bien “los confines de los barrios periféricos aún eran campos de maíz dorado”, según Serge Gruzinski), para convertirse en una mancha urbana (que llamamos ciudad) de miles de kilómetros cuadrados tendida sobre 16 delegaciones (que a partir de estas elecciones son 16 alcaldías) y 40 municipios conurbados del Estado de México e Hidalgo, una megalópolis de confines imposibles de precisar con más de 20 millones de habitantes. Con el sueño de la ciudad moderna de los años cincuenta ocurrió como con el bebé de la metáfora: degeneró en monstruosidad”.
O bien –agregamos– como un famoso adicto al botox, hiperbólicos, cada vez más monstruosos, irreconocibles. Esta es la historia de ciertas grandes ciudades, adictivas en sí mismas. Criaturas adorables.
*Fragmentos tomados de Destino en movimiento (Travesías, 2014) con aportaciones de la redacción local.mx
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