A la distancia, desde el confinamiento al que somete la pandemia en la ciudad de Buenos Aires, resulta imposible no pensar (como se recuerda un sueño pero sobre todo un fantasma) en la Ciudad de México, un lugar al que sólo puede aquilatarse con justicia cuando se le mira con distancia, que ahora pareciera, más que eterna, imposible. Sabiéndola perdida –recuperada, sin embargo, a través de la radio en línea– es posible empezar a recorrerla en la memoria, intuyendo que toda ciudad de la que partimos guarda la forma de una herida. Luego, si para colmo de males la ciudad tiene el mismo nombre del país y hasta la forma de una daga, uno puede darse cuenta de que, aunque lejos, es imposible abandonar del todo a la Gran Tenochtitlán.
La memoria sentimental me obliga, por ahora, a trazar un trayecto desde las inmediaciones de la Juárez, empezando por el Mercado homónimo, donde siempre es posible comer bueno, bonito y barato y luego bordear el edificio Mascota, con su belleza afrancesada diseñada por Miguel Ángel de Quevedo; un ecosistema aparte dentro de la ciudad en el que sus patios interiores dejan advertir noches de amor perdidas, festejos y tragedias, quién lo sabe, que son ahora apenas polvo de antiguos lodos.
Siguiendo por Liverpool, como quien se encamina hacia la glorieta de Insurgentes, aparece el mítico Gabis, un territorio fantástico que es tanto un pedazo de historia como café sucinto en sus opciones, pero siempre extraordinario. A tiro de piedra, en el cruce de Londres y Dinamarca, se encuentra la Plaza Washington, uno de mis puntos predilectos de la ciudad para ver pasar la vida junto con los oficinistas y la tarde.
Volviendo por Liverpool, en Marsella que es paralela, en el número 77 se encuentra la Representación del Estado de Veracruz, una casa hermosa que es apenas un punto de referencia para llegar el verdadero templo de la Juárez, ese milagro permanente durante tantos años y de cuya quiebra y cierre aún no consigo reponerme: el mítico Salón Niza, guarida de mi educación sentimental y uno de mis primeros hogares en la ciudad.
Más vale, sin embargo, no ejercer el horror de la nostalgia y concentrarse en El Decamerón de Boccaccio (sobre todo, en la versión de Pasolini), para recordar que en tiempos de pandemia lo mejor es volver a las historias que a diferencia de las cantinas, las ciudades y la gente aún nos iluminan y pese a todo permanecen.