Breve numeralia de cantinas

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El Gallo de Oro.

* En 1982 se publicó un decreto que terminó con la prohibición del ingreso de las mujeres a las cantinas, vigente desde el siglo xix.

* La primera cantina oficial de la ciudad fue El Nivel. Tenía la licencia 001 para expendio de bebidas alcohólicas. Cerró en 2008.

La bebida preferida de los mexicanos es la cerveza, con un consumo promedio de 62 litros por habitante al año.

La cantina en servicio más antigua del Centro Histórico es El Gallo de Oro, abierta en 1872. Exhibe su licencia, que data de 1874.

Entre los 762 locales con licencia  para vender bebidas alcohólicas, sólo quedan 112 cantinas tradicionales, 24 de ellas en el Centro.

El primer mesón de Latinoamérica que ofrecía “vino, carne y otras cosas necesarias” se abrió en diciembre de 1525 en la Ciudad de México.

En palabras de Monsiváis, las cantinas son “santuarios errátiles en los que prodigan situaciones patéticas, cómicas, trágicas, melodramáticas. En ellas se reúne todo tipo de personas”. Y es que, para los cronistas y para cualquier capitalino, las cantinas son parte fundamental de la Ciudad de México.

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El Paraíso en la Santa María la Ribera.

El concepto de cantina llegó a México en 1846 como consecuencia de la guerra con Estados Unidos por el territorio de Texas. Estos establecimientos dedicados a la venta de bebidas alcohólicas por copa —sin consumo obligatorio de alimentos— servían para que los soldados olvidaran las penas. Salvador Novo afirma que el término como tal apareció en México en 1847, durante la invasión de los estadounidenses. Novo asegura que para mediados del siglo xix ya había 11 cantinas oficiales en México. Los presidentes Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz autorizaron y dieron licencia, entre 1872 y 1879, a estos templos sociales de la vida mexicana. A principios del siglo xx ya había más de mil sitios similares nada más en la capital del país, de acuerdo con Artemio del Valle Arizpe; hoy no quedan tantas, pero la identidad de las que permanecen forma parte de la herencia cultural de la nación.

El Tío Pepe.

Desde entonces, las cantinas son los espacios mexicanos en los que el ocio y el placer marcan el patrón que invita a no hacer nada, a beber y a hablar con extraños. Son cómodos confesionarios, sin prejuicios ni preocupaciones, donde las penas se curan con alcohol y unos taquitos. Aunque todas son cantinas, no hay dos iguales: cada una tiene su sello personal. En su mayoría son lugares de decoración sencilla que, sin pretender ni ostentar, muestran su personalidad y carácter gracias a los años que las respaldan y por los personajes que las habitan. Para Juan Alvarado, desde 1950 las cantinas forman parte de los rincones de la noche, que “tienen diferentes nombres pero todos se parecen. Son los rincones de cierto México nocturno”.

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Tarde en El Sella.

En un principio, las cantinas prohibían la entrada a perros, mujeres, mendigos y uniformados (en ese orden). Ahora, ya sólo se prohíbe abrir los domingos y dejar entrar a menores de edad. En 1982 se permitió la entrada a mujeres, gracias al presidente José López Portillo. La señora Del Valle, esposa de quien fue dueño de la cantina El Sella, recuerda cómo fue esta transición:

“¡Híjole, fue un relajo! Entraban las mujeres y empezaban todos los hombres: ‘¡No pagamos, no pagamos!’. Dieron la orden sin dar tiempo, entonces no había baño para damas; entraban y les decían de todo. Fue un cambio muy drástico para nosotros. Pero siempre fuimos muy rudos: cualquier falta de respeto y se iban para afuera”.

cantinasA pesar de las tres décadas que han pasado desde entonces, en muchas cantinas las mujeres todavía no son muy bien vistas si van solas; a algunas no les importa y hasta agradecen la atención, otras buscan ir acompañadas. Hay cantinas que todavía tienen espacios destinados sólo para caballeros, como El Mirador, en donde si alguna dama osa entrar, recibirá chiflidos y aplausos que —casi siempre— la harán girar con rapidez de regreso al restaurante. Y es que el concepto original (y anticuado) de cantina remite a una tradición mexicana exclusivamente masculina. Monsiváis escribió: La cantina gira en torno de la supremacía viril en la desdicha, de la ambición de sujetar la realidad para cancelar las frustraciones”. Sin embargo, y cada vez más, las cantinas son los lugares de reunión para las élites intelectuales y bohemias, o de los jóvenes, profesionistas, jubilados y extranjeros.

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Se intuye que la antigua mala fama de dichos lugares se creó por sí sola, dada la realidad de algunas cantinas que se colaba entre rumores y chismes cotidianos. Esta fama se reflejó en la literatura y lo que ésta muestra respecto a estos puntos de encuentro en la cultura no sólo mexicana, sino latinoamericana. Mercedes Suárez, en su análisis sobre América a partir de su literatura, dice que:

Todos los pueblos y todas las clases sociales tienen centros de reunión que facilitan la comunicación entre individuos y colectividades. Lugares de evasión: venden y sirven comidas y bebidas a turistas, trabajadores, viajeros y solitarios. Variopintas pulquerías, cantinas, posadas y clubs campestres aparecen reflejados en la literatura hispanoamericana como escenarios de acontecimientos insólitos y cotidianos: en ellos tienen lugar trascendentales conversaciones y triviales cotilleos, bailes populares, apuestas y enfrentamientos o meditaciones filosóficas. Otras tabernas aparecen como último refugio de seres atormentados por la falta de comunicación o problemas existenciales. Las más son lugar de encuentro, donde los hombres acuden a tomar bebidas alcohólicas para olvidar los problemas de cada día.

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Doctores en El Sella.

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En la actualidad, quienes van a la cantina desde siempre —y no sólo por moda— lo toman como parte de su ritual cotidiano: “Esto es el sábado; pero también el lunes, el martes y todos los días de la semana. Ahí se quedan las medias para la hermana, los zapatos para la mamá, los libros para los niños y muchas, muchísimas veces, la raya de toda la semana, el diario de la señora y la renta de la casa. Allí nace, entre luces veladas y llanto de sinfonola, el San Lunes”, como relata Juan Alvarado. Hay quienes acuden los lunes, a curarse del fin de semana; los que toman cerveza y los que prefieren bebidas que podrían despertar a un muerto. Están los que eligen ir a la hora de la comida, para aprovechar las especialidades del día, o los que sólo emborrachan las penas. Algunos asisten para olvidar la soledad y convertirla en un lugar de encuentros, y también están los del diario, que pasan después del trabajo. Luego, los que sólo van a veces; un gran grupo heterogéneo de personas que pasan por ahí para colorear el escenario parroquiano o para adquirir nuevas historias: hipsters, teporochos, escritores, artistas, políticos, periodistas, niñas fresas, chavos-rucos, despechados, algún viejito o alguna señora aburrida de la rutina, y todo aquel que guste de tomar un trago de vez en cuando. Reiteraba Monsiváis que “estos marginales de ocasión o de manera permanente se divierten en tugurios, pulquerías, cantinas, piqueras, casas de citas, prostíbulos, cabarets, dancings, tocadas, hoyos fonquis, tíbiris… Allí transcurren algunos de los instantes más rescatables o más ansiosos o más enturbiados de su juventud”.

En la cantina no importan las apariencias ni los apellidos. No hay que ir vestido de cierta manera o pertenecer a un grupo social; con que pagues la cuenta eres un integrante más. No juzgan. No etiquetan. En la cantina te conocen, te cuidan y te consienten.

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Chamorro de El Mirador.

Aun así, cada uno tiene su cantina favorita. Y ya que en México el alcohol abre el apetito —y viceversa—, muchas cantinas han sabido hacerse fama a partir de sus platillos, botanas o platos fuertes. Chamorros, quesadillas, pancita, chistorra y hasta frijol con puerco se sirve, a partir del mediodía, en cualquier cantina de la ciudad que se jacte de ser una de verdad. No hay duda, en esta ciudad la gastronomía de las cantinas se cuece aparte y sus objetivos son simples: reponer, curar o sólo acompañar el trago.

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Chamorro de El Sella. Entre el chamorro de El Mirador y El Sella, es difícil escoger cuál se lleva el primer lugar.

También hay quien prefiere cantidad que calidad y le gusta más la que ofrece muchos guisos al día. Las cantinas La Mascota y La Vaquita son de las más espléndidas, porque ofrecen siete platillos diferentes cada día; pancita, sopes, carnitas, albóndigas al chipotle y pollo en salsa verde son sólo algunos ejemplos. Es curioso que le llamen botana cuando la selección es suficiente para una comida corrida, la sazón es exquisita y los alimentos tienen la calidad que le falta a muchos restaurantes. En otras cantinas tienen especialidades españolas, como en El Gallo de Oro —una de las más antiguas de la ciudad y refugio de varios escritores— o en El Sella, con su famoso chamorro, el filete o el chorizo a la sidra, y su especial ate con queso a la plancha. Al principio, las botanas eran tapas españolas, pero poco a poco se adaptaron más al paladar mexicano y ello derivó en los múltiples antojitos que muchas sirven hoy. El Salón Covadonga (que en realidad se llama El Escudo) ofrece platones de jamón serrano, carne tártara y tortas de huevo con chorizo: un mix mexicano-español.

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Tribilín, delicia de El Mirador: camarón, filete y pescado con aceite de oliva, salsa inglesa, cebolla y chiles.

Sin embargo, el negocio de la mayoría de las cantinas no es la comida, sino el servicio de barra. Por lo tanto, las bebidas pueden tener precios elevados. En La Mascota, la cerveza supera los 50 pesos y licores como ron, tequila o vodka cuestan alrededor de 100 por copa. La Vaquita, en cambio, presume de ser la más barata (y de haberle dado trabajo a Cantinflas, mientras que el Salón París asegura que ahí trabajó José Alfredo Jiménez). Algunas cantinas, más que buen precio, buscan variedad en su oferta, como El Mirador, que alguna vez tuvo la barra más variada y completa de la ciudad. Otras prefieren promover su bebida característica, como la famosa Bata Blanca (horchata con vodka) de El Sella, o el Tom Collins de La Vaquita y el Mint Julep de El Mirador. 

José Manuel del Valle, hijo del fundador de El Sella, considera que hoy el término “cantina” se ha vuelto difuso, mientras aclara que “la cantina es una tradición tan añeja en México… Antes era el lugar de esparcimiento de los hombres. Luego vino el cine a representarla como el lugar del balazo, de la borrachera, de la decadencia. Sin embargo, la cantina de los treinta, cuarenta o cincuenta era un lugar de reunión de políticos, filósofos, escritores”. José Manuel, junto con su madre —quien mueve los hilos desde 1955— y su hermano Alejandro, mantiene una de las licencias de cantina que quedan en la ciudad.

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Los jueves en El Paraíso son días de asado.

José Manuel sabe que “una cosa muy típica de la cantina era ir a jugar dominó o cubilete, tomar y estar en la barra –por eso el tubo y el riel. Ése era el ambiente cantinero: los cuates, el dominó, el cubilete, la chorcha, la botana…”. Ahora, nos cuenta que las cantinas se han ido adaptando a las necesidades de los clientes, o del dueño. Ellos, por ejemplo, decidieron especializarse con su menú de comida española; el señor Del Valle era de Asturias, por donde discurre el río Sella. Por la comida o la amabilidad, con el tiempo las cantinas se hacen de su clientela y la van cosechando con los años. El Sella, por estar tan cerca del Hospital General, es el lugar de los doctores, que la llaman La Capulina. “Todos los grandes maestros de ahora pasaron por aquí como estudiantes, eran clientes de mi papá. De hecho, en el libro de los 100 años del Hospital General sale mi papá como parte de la historia”, relata orgulloso el ahora propietario.

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Sebastián, cantinero de Tío Pepe.

Las familias propietarias de antaño no son las únicas personas detrás de las barras de las cantinas. En Tío Pepe se encuentra uno de los personajes más ilustres del ramo: Sebastián, el cantinero que lleva más años en servicio y que atiende a todos los clientes con una amabilidad excepcional. Eso sí, ni él sabe quién fue Tío Pepe. Muchos meseros, como Sebas, llevan décadas en el mismo lugar, leales a su lugar de trabajo. Ellos conocen la tradición de la cantina y respetan el lugar que les da trabajo. Por eso, el ambiente de las cantinas tiende a ser cordial y amable; no son lugares irrespetuosos, de grandes voces ni de música excesivamente alta. El amor de los trabajadores por su cantina ha llegado a ser tal que, en su momento, los meseros de La Faena compraron el lugar —con todo y su extravagante decoración taurina— para impedir que lo cerraran.

Hay personalidades interesantes y llamativas entre los parroquianos de las cantinas. El Mirador, por ejemplo, es el punto de reunión para la esfera política del país. Esta cantina atiende, desde 1904, a los hombres más poderosos de la capital. Por la naturaleza de su concurrencia también se aparecen por ahí periodistas y curiosos, y debido a su céntrica ubicación, los sábados se llena de familias y turistas citadinos. Así, cada una tiene su sello, su historia o su leyenda. En Xel-Ha, una cantina relativamente nueva, se especializan en gastronomía yucateca, y en locales como El Paraíso, que con 60 años dice ser la más joven de la Santa María, cada día de la semana sorprenden a sus clientes con alguna especialidad (aunque la famosa torta de pulpo hay que pedirla sin importar el día de la semana).

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Estas historias de cantinas alegran el corazón de la ciudad. Sin embargo, no todo es para siempre. Tristemente, El Nivel, la cantina más antigua en México y Latinoamérica, cerró: su número de licencia era el 001. Otras cantinas legendarias también se han perdido: La Parroquia, el Cabaret Bombay y La Valenciana. Algunos temen que desaparezcan, que la modernidad las borre de pronto y deje en su sitio establecimientos nuevos y resplandecientes. En realidad, eso no pasará, porque las cantinas son como los libros: aparecen dispositivos de lectura novedosos, prácticos y atractivos, pero nunca tendrán el olor de lo antiguo, lo clásico de sus acabados y las marcas que nos recuerdan la primera vez que estuvimos ahí.

Cada cantina es parte de la fuerte personalidad de esta ciudad. Cada una tiene un montón de historias y personajes que guardan los recuerdos de una de las capitales más pobladas y divertidas del mundo.