En el tercer piso de un edificio de Masaryk podría haber: otro salón de belleza, otro concept store, otro restaurante más. Enumerar las tiendas boutique de marcas de lujo que hay en la tercera calle más cara de Latinoamérica sería un despropósito, como sería hacerle mención a los tantos restaurantes que se abren en esta calle, con el delirio de que sólo por ello –y por tener un diseño limpio e impersonal– ya lo han hecho bien. Ese no es el caso de Noso, el restaurante que se ubica en el tercer piso de Masaryk 111 y que brilla por su comida. Luego por todo lo demás.
En gallego noso significa nuestro. Esta palabra es especial para la pareja de chefs Sandra y Miguel, quienes poseen la cocina de Noso como se posee el conocimiento; como herramientas para experimentar. Sandra y Miguel se conocieron mientras trabajaban en El Bulli, el restaurante de Ferrán Adriá que por cinco ocasiones ganó el primer lugar en la lista de los 50 mejores restaurantes de San Pellegrino, y quien revolucionó la gastronomía de los últimos años con la técnica de la deconstrucción, que resultó en la cocina molecular. Aunque los chefs no quieren que Noso sea catalogada por eso, la influencia es clara.
Nada sobra. El restaurante es un comedor elegante y sobrio, pero no demasiado elegante como para que ese sea su atractivo (el minimalismo puede ser paradójicamente protagonista). De cierta forma Noso es desenfadado: durante el día es luminoso y el servicio atento, más no abrumador como en otros restaurantes de su tipo. Por la noche la atmósfera es como de una cena en una casa –desde luego no cualquier casa.
Lo verdaderamente importante es la comida. La “cocina de autor” se revela en el resultado, en lo que comemos, pero también en los procesos, en la cocina misma. Noso es como un río cauteloso porque en apariencia es apacible, pero para ello están sucediendo muchas cosas. La cocina –que es semi abierta– es como una sala de cirujía, a veces de urgencias. La preparación de los platillos es más que minuciosa.
El menú cambia cada mes. Así aseguran que la materia prima sea fresca y de temporada. Para empezar ofrecen una pequeña entrada individual de cortesía. Por ejemplo, un macaron de parmesano, que dentro de la boca se siente como un bombón con sabor intenso a queso. En este o en otros platillos, como las croquetas de calamares, cuyo centro es inesperadamente líquido, la influencia de la cocina molecular es clara.
Si pides el menú de degustación ($1100) sería algo así, depende de la temporada:
– Camarón templado, gazpacho verde y limón encurtido.
– Croquetas de calamares en su tinta con alioli.
– Spring rolls de pato royale con salsa de tamarindo.
– Jaiba desnuda (sin caparazón y frita) a la veracruzana con tapenade y alcaparra.
– Pesca del día (totoaba) en adobo frita y bok choi.
– Ravioli de rabo de toro con piquillo.
– Magret de pato con patatas teriyaki.
– Postre
Los platos están bien servidos. Si quieres agregarle maridaje, elegido con el mismo cuidado para cada plato, son $750 pesos más. De otro modo, el costo promedio por un platillo, una entrada y un par de bebidas es de $900 pesos.
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