Todos tenemos un talento del que terminamos avergonzados o queriendo ocultar. Una especie de gracia casi divina que hacíamos impulsados quién sabe por qué, y que la mamá presumía con las tías y las vecinas. Algo parecido le pasó, ya grandecito, a Alejandro Veraza, el panadero y repostero detrás de Cachito Mío, en la Roma. Su gracia culpable, de la que hoy muy probablemente se arrepiente: la galleta de pan de muerto. Esa galleta portentosa fue su respuesta, desde un fingido desdén, a la pregunta que les hacían sus clientes cuando se acercaba el Día de Muertos.

Cachito Mío

Desde que abrieron Cachito Mío, él y su esposa Paty Franco en junio del 2013, sus tartas y quiches representaban todo un manifiesto. Por un lado, habían decidido desechar la idea de abrir una panadería artesanal como las que ya abundaban en el barrio. Además, el chef estaba en contra de los pasteles muy decorados y vistosos. Le chocaba que quedaran tan lindos que luego costara trabajo partirlos y, sobre todo, le disgustaba que ocultaran su relleno. Todo eso, combinado con su gusto por los postres rústicos y sus años preparando pan macrobiótico que vendía en cafeterías y gimnasios —en aquellos años nació su crumble de manzana—, resultó en las especialidades de Cachito Mío. Pero tenía que llegar octubre, y con él, la pregunta incómoda de su clientela: “¿Tienen pan de muerto?”

La historia de la galleta de pan de muerto

Esas semanas previas a Día de Muertos, los quiches y las tartas pasaban a segundo y tristísimo plano. Incluso, aquel primer año tuvieron que comprar pan de muerto para revenderlo. En 2014, cuando la temporada mortal se aproximaba, Alejandro prometió a Paty que algo se le ocurriría sin tener que caer en la trampa de hacer pan de muerto. Un día se levantó con la gran idea: crear una galleta de pan de muerto, casi un guiño al dichoso pan. Pero las cosas no salieron como esperaba. En lugar de quitarse a la gente de encima con el gesto mínimo, la gente se arremolinó preguntando por aquella galleta que luce como un pan de muerto en miniatura pero que sabe completa como si estuviéramos comiendo los purititos huesos del mejor pan que hayamos probado (que Alejandro me perdone el símil, sé que lo va a odiar).

Aquel año tuvieron que hacer y hacer galletas durante dos semanas —hoy, la temporada ha crecido a octubre entero—, recibir pedidos y atender filas de clientes. Debemos decir que eso sucedió hace cinco años, mucho tiempo antes de la llegada de todas esas variantes de pan de muerto que hoy existen, de otras simigalletas y de la invasión de los panes híbridos —la manteconcha, las donchas, la conchurra…— que la verdad me ponen en el mismo mood que al chef Alejandro cuando confunden Cachito con una panadería. ¿Por qué me enojan? Porque siempre quedan a deber con el sabor. Quizá por ello el mismo Alejandro creó ya su pan híbrido, ese sí un alebrije franco-mexicano: la croncha. Por ese hijo bizarro de una concha y un croissant —disponible solo los fines de semana— sí meto las manos al horno.

galleta de pan de muerto

galleta de pan de muerto

Alejandro estudió electrónica y Paty, diseño gráfico, pero una vez casados, vivieron y estudiaron en Europa; ella, diseño y arte, y él, panadería. Amaban que por aquellos lares tuvieran el hábito de sentarse a disfrutar de la vida en compañía de un café y una rebanada de pastel sin el pretexto de algún cumpleaños o cualquier otra celebración. Así que cuando volvieron a México, llegaron con una idea en mente: poner un lugar que diera suficientes motivos para hacer pausas panaderas a mitad de un día cualquiera. Y vaya que lo consiguieron.

Cuando a mí me toca describir Cachito Mío mientras estoy sugiriendo a alguien que vaya urgentemente a probar la galleta de pan de muerto —¡perdóname, Alejandro!—, suelo decir que es un lugarcito de aire francés en el que TIENES QUE acompañar tu café con una rebanada de quiche de queso de cabra, calabaza y roastbeef o de tarta de ricota con higos —dos de mis favoritos del lugar— antes de la mentada galleta. Hago también una sugerencia: encargar varias de ellas un día antes para asegurar que las conseguirás. Desde la primera vez que las probé, quise compartir el placer con mi gente querida. Ese deleite que empieza desde que la sopesas —100 gramos de pan espléndido estás por zumbarte— y la llevas a tu nariz, justo antes de hacerla semicrujir de una mordida —es más suave que crujiente— y dejarte invadir por el sabor a mantequilla, a azahar y a naranja. Puedo apostar que varias de esas personas con quienes las he compartido son ya esclavos de esa galleta, ese gesto genial involuntario de Alejandro que nos hemos encargado de difundir… Muy a su pesar.

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