Mucho antes de que el Zócalo fuera el espacio preferido de las multitudes, la Alameda era el escenario principal de la euforia capitalina. Hay un libro de Salvador Novo (y aquí todos saben cómo queremos a Novo) que se llama Paseos de la Ciudad de México donde cuenta cómo el Grito de Independencia, de 1824 a 1908 (antes de que Santa Anna lo pasara al Zócalo), ocurría en la Alameda. “Mientras las fiestas patrias tuvieron por centro la Alameda para ahí congregar al pueblo, los capitalinos la gozaron en grande”.
El Grito de Independencia en la Alameda
En 1824, tres años después de que terminó la guerra, el Congreso Constituyente declaró que el 16 de septiembre sería fiesta nacional. Dicen que fue exactamente un 16 de septiembre cuando Don Miguel Hidalgo y Costilla tañó las campanas de su parroquia para que el pueblo mexicano buscara su libertad. Por ese entonces el Zócalo todavía era un espacio reservado para actos oficiales y no para una fiesta recién inaugurada. La Alameda, por su parte, parecía una locación más festiva. Al final, si uno puede dominguear a gusto por sus veredas, también puede festejar sin que lo molesten.
Pero claro, no todos estaban tan contentos con el Grito de Independencia. Novo cita al historiador Don José María Marroqui quien, desdeñoso, recuerda al Congreso Constituyente que le pidió prestada la Alameda a las autoridades del Distrito Federal. Como no tenían otro espacio lo suficientemente grande para celebrar con el pueblo, su petición fue aceptada.
Peligrosos son los malos ejemplos: dado un caso fácilmente se repiten otros; esto sucedió con la fiesta patrióticas celebrada en la Alameda el año 1825, que al año siguiente se repitió quedando entonces la costumbre de que anualmente allí se celebrara. Si el Ayuntamiento hubiera negado el permiso el primer año, aquella reunión de ciudadanos patriotas habría buscado otro local, y habría dado a la fiesta formas más noble y más adecuada a su fin.
Aún con el descontento de personas que, como Marroqui, querían que la Alameda fuera el espacio perfecto para el dandismo y las buenas costumbres, las fiestas patrias se siguieron celebrando ahí hasta 1908 –en vísperas del Centenario.
Ciertamente: a lo largo del siglo XIX alamedearon los grandes oradores y poetas cívicos; pero eso parece haber terminado –junto con la oratoria y la poesía cívica–. De cualquier modo, qué bueno que Marroqui no conoció el Teatro al Aire Libre Agustín Lara. Habría muerto por segunda vez, de berrinche.
La mudanza del grito
A Antonio López de Santa Anna que odiaba entre –otras cosas–, pararse temprano fue a quien se le ocurrió cambiar la ceremonia del Grito de Independencia para la noche del 15 de septiembre en lugar de la madrugada del 16. Dos años después, en 1847, fue el único año en que no hubo ceremonia de Independencia, pues la bandera que ondeaba en el Palacio Nacional era la del ejército francés debido a su victoria durante la Intervención.
En 1908 la ceremonia del grito se mudó al Zócalo y le agregaron el ahora clásico desfile cívico de la mañana del 16. Esto ocurrió justo cuando la Alameda perdió su glamour dominguero y le quitaron su balaustrada que, recuerda Novo, “evitaba que entrasen vagabundos mestizos y mulatos, facinerosos y otras personas que arruinaban los árboles y hurtaban la buena tierra”. Por eso buscaron un lugar más solemne –pero tampoco tanto– y lo mudaron a esa “enorme plancha por la que el pueblo discurre a toda prisa para hundirse en el hormiguero del metro o brotar de él, o torea semáforos y vehículos para cruzar a toda mecha hacia ¿dónde?”.
Con todo, no imaginamos qué pensarían Marroquí y compañía si vieran en lo que se ha convertido esta celebración. Ahora que todo, tanto la efeméride como los espacios –incluida su amada Alameda–, perdieron toda solemnidad. En efecto, se morirían de nuevo y por un un berrinche y, ahora sí, bien justificado.
Por cierto, aquí hay una lista de centros de acopio para no hacer tanta basura en las fiestas.
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