San Ángel y Coyoacán han sido los destinos de paseo favoritos de los habitantes de la ciudad —y Tacubaya y Mixcoac, de camino. Estos pueblos eran ya un transporte a lo remoto. Cuenta Madame Calderón de la Barca en 1840:
Fuimos a Coyoacán, que es casi una continuación del pueblo de San Ángel; pero con más árboles y jardines en todas las casas o, cuando menos, con un oculto patio lleno de naranjas […] Los lindos pueblos de Coyoacán y Mixcoac, y por dondequiera hay una vieja iglesia, un arco en ruinas; una cruz del tiempo antiguo con sus guirnaldas de flores marchitas, recordatorio de una muerte o testimonio de fervor religioso […] Todo esto es tan propio de México que el paisaje no podría confundirse con el de ninguna parte del mundo conocido.
Había que ir en carro de tiro (Altamirano cuenta cómo en temporada de lluvias su carro dio por voltearse camino a San Ángel) o en tren.
En sus Recuerdos de México (1873), José Vérgez rememora que
La primera estación que se encuentra al salir de México es la de Tacubaya, risueño pueblo de bellas y magníficas quintas. Sigue en breve Coyoacán […] Al parar el tren en San Ángel varios indios e indias subieron al coche a vendernos preciosos ramos de violetas y pensamientos, con la rara particularidad de tener en su centro algunas fresas. Estamos en enero, a una altura de más de ocho mil pies sobre el nivel del mar: nos rodean montañas colosales cubiertas de nieve, y sin embargo dondequiera hallamos fragantísimas flores y sabrosas frutas.
Todavía hay quien recuerda en los años cuarenta las salidas en tranvía, que primero hacía el servicio tirado por mulas, antes de electrificarse. Se podía ir en tranvía a Tacubaya, San Ángel, Coyoacán, Tlalpan, Villa de Guadalupe y, a partir de 1910, Xochimilco. En 1900, un viajero comentaba: “México es la ciudad de los tranvías”. Los domingos se vendían cerca de 250 mil boletos.
Después de Mixcoac, estaba ya el campo; empezaba el paseo. Pedro Miret, que llegó exiliado a la ciudad en 1939, cuenta que se compraba entonces un boleto “de paseo”, que era como un abono que permitía subir y bajar de los tranvías libremente durante el día.
En cierto momento —cuenta— el paseo deja de ser urbano y se convierte en semiurbano y entonces sólo puede permanecer en él quien tenga boleto de paseo… todos vamos sentados al lado de la ventana y llevamos el vidrio bajado […] A nuestro lado pasa la última finca y se abre ante nosotros el campo… algo que parece trigo […] llega a la altura de la ventana y da la sensación de que nos hundimos, el conductor dice algo de la cosecha, pero no lo oigo por el ruido que produce el tranvía al apartar los tallos que se inclinan hacia él […] el campo de trigo termina y empieza otra llanura.
Esa finca final podría ser Tacubaya.
Para ir más lejos, había que tomar un carro tirado por mulas, persignarse y madrugar. “Las diligencias —comenta Valle Arizpe— a diario partían a las cuatro de la madrugada”, en viajes que podían durar hasta veinte penosos días. “El pesado armatoste salía rapidísimo; con su violento arrancón se bamboleaban los pasajeros casi hasta la caída, dándose unos con otros grandes encontronazos. Los topetones, los saltos, los bamboleos, no habían de faltar […] proporcionados ampliamente por baches y pedregales”. Además, los asaltos eran muy frecuentes. “Los pasajeros todos iban con el pecho embutido de temores, en trémula espera de que en una revuelta del camino, en una cañada, o de entre cualquier bosquecillo, salieran los ladrones, los tulises como se les llamaba, a cometer mil fechorías con sus personas”.
Por los años cuarenta del XIX, Frances Calderón salía a Cuernavaca con escolta “compuesta de cuatro hombres y un cabo”, “Se daba por hecho —escribe— que bastaban cinco hombres para tener a raya tres veces al número de ladrones, cuya osadía, como quiera que sea, ha alcanzado tales tamaños que no llega ninguna diligencia de Puebla que no haya sido asaltada en el camino. Han ocurrido por aquellos rumbos seis asaltos en los últimos 15 días, y el camino de Cuernavaca se considera mucho más peligroso”.
Otro paseo muy frecuentado era el de La Viga, “con la agradable sombra de sus árboles y el canal, por donde desfilan las canoas, en un constante y perezoso ir y venir”, dice Calderón de la Barca. En tiempos de Carnaval “un hervidero gente que alegremente pide que le compren flores, fruta o dulces; innumerables jinetes con trajes pintorescos, montando briosos caballos […] indios que cantan y bailan con indolencia, mientras sus embarcaciones se deslizan en el agua”.
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