Escuela de ciencias y artesanias volcán Xitle es la exposición temporal que está ahorita en el Anahuacalli. El artista es Marco Rountree, quien suele jugar con los límites del collage y el dibujo para sacarlos de su confinamiento de papel, e incidir espacios. Esta vez Marco llegó a este museo –fuera de lo ordinario– y, de cierta forma, lo modificó: ahora la piedra volcánica y las sombras de figuras prehistóricas del Anahuacalli contrastan con papeles y cosas ligeras y coloridas que ponen en diálogo los orígenes del museo y el ornamento vernáculo, con el arte y objetos contemporáneos. Estos pequeños gestos son pistas que invitan a recorrer y descubrir el museo de forma distinta.
El Museo Anahuacalli fue el proyecto personal de Diego Rivera, quien lo planeó como una parte de algo más grande; una Ciudad de las Artes en permanente creación. Pensó en este proyecto como una suerte de Ciudad Universitaria o de “escuela”, con espacios, plazas y más museos, donde hubiera talleres y presentaciones de teatro, danza, pintura y artesanías, en una atmósfera pasada, esencial. Así como es el museo ahora; una extensión de su entorno, en armonía con el paisaje de piedra volcánica, hierbas y flores silvestres. Pero Diego Rivera murió antes de que la construcción del museo finalizara, y entonces se encargó Juan O’Gorman y Ruth Rivera, su hija, de acabarlo. La ciudad de las Artes ya no fue, pero en 1963 quedó listo el espacio para albergar la magnífica colección de figuras teotihuacanas, olmecas, toltecas, nahuas y zapotecas que formó Diego Rivera.
El museo imita una pirámide o un teocalli, que significa “casa de los dioses”. Y sí, el museo tiene mucho de santuario. La gente habla en susurros y el eco es de piedra y cristal. Las figuras pesan como los años que tienen y como el significado sagrado que cargan. Marco, con humor al clavo, hace banal lo divino. Con esta exposición temporal, en el Anahuacalli la conversación es distinta, al menos por unos meses. De pronto uno se ríe en susurros y siente que puede tocar el museo. Entre figuras precolombinas y bocetos de Rivera que figuran en la historia del arte, están las piezas de Marco: plantas artificiales, luces de fiesta, cadenitas de oro falso, ranas de barro, viniles, hojas de palma pintadas de colores acrílicos, que salen de un cuadro o una escultura mexica.
A Marco le gusta combinar el made in china por imaginación. Sugiere que quizás entre estos objetos hay unos que no son religiosos ni solemnes –como asumimos–, sino objetos de un loco al que le gustaba hacer estas cosas… Lo dice frente a la figura de un hombre mexica que parece que esconde unas luces de fiesta que Marco colocó entre sus manos.
En la entrada al museo ya hay algunas pistas de lo que sucede adentro. Tres macetas de barro en forma de sapo te reciben. “Son las maestras-sapo”, dice Marco. Hacen alusión a la escuela o centro de artes que el museo nunca llegó a ser. Durante el recorrido hay algunas piezas e intervenciones que se refieren a eso mismo, como un pupitre amarillo bajo una palapa, en la explanada o la celosía hecha de reglas y escuadras de colores, en el último piso, frente a bocetos del mural del Rockefeller. Al fondo, en la última sala del recorrido, los “alumnos sapitos de barro” están tras vitrinas de cristal, como si fueran de la colección. Marco los compró en Xochimilco —quizás como con la pieza a prehispánicas, ya dirán los años dónde terminarán.
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