La mejor manera de evocar la vida nocturna de la posguerra en la ciudad de México es viendo Salón México (1948), de Emilio Fernández, que inicia con un concurso de danzón en el Salón México —la película se grabó en un estudio que lo reproducía—. Pachucos, humo, orquesta, ficheras. En realidad esa película es una de las mejores maneras de evocar la Ciudad de México de esos años: el Salón de Monolitos del Museo Nacional, cuando todavía estaba en la vieja Casa de Moneda, o la Catedral Metropolitana (“Es tan grande y tan imponente que después de estar aquí, bajo sus naves, todo me parece como más pequeño, como más llevadero”, dice una acongojada Marga López) y el Zócalo de día y de noche (el mismo Manuel Ávila Camacho da el grito en una plaza atestada).
Salvador Novo describe la clase de lugar que era el Salón México, en 1946:
“Mientras los ricos […] se consolaban de su riqueza en nuevos cabarets elegantes, bailaban un poco, los jóvenes empezaban a bailar mucho, y a su demanda surgió la múltiple oferta de dancings que gestaría la ulterior proliferación de los cabarets baratos. Hubo en la calle de Tacuba un Dreamland en el que llegaron a celebrarse bailes de resistencia, de no sé cuántas horas continuas. Hubo un Parisién en 16 de Septiembre; Antonieta Rivas Mercado abrió El Pirata por San Miguel; surgieron otros vastos salones de baile por Santa María la Redonda, en torno a ―y menos abrumadoramente vastos que— un Salón México, que se especializaba en danzones y empleaba dos o más orquestas. Se llevaban los domingos, los sábados por la tarde, los jueves. En estos enormes salones de baile transpiraban su salud los muchachos obreros […] Aquella nueva, redimida, numerosa juventud proletaria de la ciudad creciente se trenzaba en el jazz con el mismo espíritu fogoso y puro con que jugaría football ”.
La época de estos grandes cabarets declinó a fines de los cincuenta bajo la regencia de Uruchurtu.