Sin que sea un jardín botánico, el Parque Bicentenario de Azcapotzalco es un crisol de microcosmos. Dentro de este terreno grandísimo, una antigua refinería que fue remediada y transfigurada hace pocos años, viven nueve pedazos de tierra con ecosistemas distintos: un matorral xerófilo, dos bosques tropicales (perennifolio y caducifolio), un bosque mesófilo de montaña, otro de coníferas, uno más de encinos, un desierto, una chinampa tular y, por supuesto, un orquidario.

orquídeas

Resulta extravagante pensar que un jardín tan idílico se encuentre entre los límites de la delegación Azcapotzalco, quizás porque allí predomina el gris y el concreto, pero es allí uno de los territorios de la ciudad que alberga extrañezas.

orquídeas

Cada uno de los jardines dentro del parque se erige como un templo a estas familias del reino vegetal; pero no hay duda de que las orquídeas –esos seres desconcertantes, eróticos, para muchos metafísicos– son las que inspiran más devoción.

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La orquídea, del griego orkis, en español “testículos”, era para los griegos un símbolo de virilidad porque en sus tubérculos (parte de la raíz que está expuesta) encontraban la forma de estos órganos sexuales. Por otro lado, todo el que haya visto de cerca una orquídea sabrá que su diseño es claramente femenino: la configuración de los sépalos y el labelo (el centro de la flor) dibujan, si no una vagina, unas trompas de Falopio.

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Al entrar a un orquidario no resulta extraño saber que en el siglo XVIII hubo una “orquideomanía” entre las clases altas europeas. En las reuniones sociales se acostumbraba visitar los orquidarios personales de la aristocracia y cada vez que nacía un flor, la noticia salía en los periódicos y era todo un acontecimiento. Algo tienen estas flores que, literalmente, encantan al que las mira.

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Se puede decir el orquidario de Azcapotzalco es uno de los templos urbanos más necesarios, de esos que existen como una pausa al ruido y sin los que ciertamente no sobreviviríamos igual esta ciudad. Niños y adultos, pero sobre todo adultos, deambulan por los pasillos de esta suerte de invernadero mientras susurran nombres científicos y apodos precisos de cientos de especies: oreja de burro, monjita blanca, pulpitos, zapato de venus, orquídea barco, bracia maculata (como un nombre virginal), dama de noche…

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Estas flores, aparentemente frágiles, de tallos delgados y sépalos caídos, son resistentes. Aunque su esencia es tropical y húmeda, pueden ser domesticadas y crecer en distintos ecosistemas. Incluso dentro de un departamento.

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En el jardín de Azcapotzalco hace calor. Un calor “chiapaneco”. Las orquídeas (especialmente las epífitas, cuya sobrevivencia depende del árbol que las sostiene) necesitan de otras plantas para sobrevivir. Por ello, entrar en este invernadero es como entrar en un bosque tropical inventado. Hay helechos y palmas y uno que otro encino que desentona, pero que sostiene en sus ramas a la Barkeria vanneriana, por ejemplo, que es una especie endémica de México.

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El Parque Bicentenario es un producto de la alquimia accidental que a menudo se le escapa a los gobiernos: después de ser una refinería (donde convierten petróleo en gasolina) por 60 años y luego permanecer abandonado desde 1991, hoy es un universo de especies inexplicables.

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