Ahora sólo escribiré sobre cómo recuerdo que eran las calles y las avenidas, y el ambiente que hubo a finales de la década de 1970 y hasta 1986. Empezaré por el final porque los finales siempre se me facilitan. 1986 es un año después del terremoto del 85, y fue el año en el que los grandes espacios vacíos, terrosos y a veces muy sucios, se llenaron de casas muy pequeñas para los damnificados. (También fue el año del gran éxodo hacia Estados Unidos: muchos vecinos, amigos, se fueron de mojados, pero esto quizá lo cuente después). Los damnificados eran gente extraña a nosotros que contaban cosas que a nosotros no nos habían pasado y que a nosotros, los más jóvenes, no nos interesaban. Platicaban sobre una especie de final, sobre una vida que habían dejado y sobre muchas pérdidas. La colonia a la que llegaban, la mía y en la que había vivido desde siempre, se les hacía lejos de todo. Comentaban con fastidio sobre el tiempo que hacían a sus trabajos y sobre su deseo de regresar. Ellos querían regresar y nosotros queríamos recuperar los llanos, así les llamábamos a esos pedazos de tierra suelta que nos ayudaban a no estar encerrados.
Los llanos estaban en medio de la colonia y también en los alrededores. Eso no es del todo cierto pero qué importa. ¿Cuántos de ustedes verificarán lo que escribo? También recuerdo que había colonias a medio hacer y otras que llevaban ahí más tiempo que la nuestra. Así que los llanos no dominaban. Sin embargo, mi memoria quiere creer que los llanos, esos espacios vacíos y planos, circundaban la colonia. Que así sea pues: los llanos encerraban a la colonia, y salir de ahí era entrar a un lugar en donde la mirada no tenía donde descansar y el paisaje era plano plano hasta que los cerros se interponían y entonces nos obligaban a preguntarnos “¿qué habrá atrás de ellos?”.
En aquellos primeros días, Valle de Aragón estaba conectada al D.F. por una avenida sin alumbrar, arbolada, y descuidada por el municipio. La gente llamaba a esa avenida “Avenida Central” y cuando las autoridades del municipio quisieron cambiarle el nombre por “Avenida Carlos Hank González” entonces la gente la re bautizó como “La Central”. Carlos Hank González fue un político, creo que fue el gobernador del Estado de México. Podría googlear esta información pero prefiero no hacerlo ¿para qué? Tal vez porque las autoridades quisieron llamar a esa avenida Hank Gonzáles y él era un político es que la gente prefirió llamarla “La Central”. Era una rebeldía dulce, casi instintiva, y que no los comprometía a nada. La Central, entonces, era una avenida larga, que se extendía desde muy atrás y llegaba al D.F y en su trayecto cruzaba varias colonias. Una de esas colonias tiene un mercado con una placa que dice “Mercado inaugurado por el Lic. Adolfo López Mateos el día tal del año 1964”. En ese mercado yo comí muchas gorditas de chicharrón prensado cuando fui adolescente. A mi siempre me ha sorprendido que el espacio habitado por la gente esté normado por los nombres de los héroes patrios o por políticos sinvergüenzas. Es como si la República nos cayera encima y nos dijera aquí estoy con mi peso que te aplasta y que hace que no me olvides.
El regreso al Estado era melancólico, pero emocionante. Desde el carro sólo podía ver la negrura del llano interrumpida a veces por los travesaños de las porterías de metal que, quizá, el municipio había mandado construir para solaz de la gente que vivía cerca de ellos. Llegar a la colonia era salir del llano y reconocer espacios a los que ya me había acostumbrado. El Estado era algo lejano y con una lógica propia que obedecía a la pobreza general, pero no fea, de sus pobladores, a su escasa educación formal, a una calidez que pasaba por violenta, y a formas de convivencia que transcurrían en el límite de lo permitido y de lo no permitido. La única forma de salir de él, era saliéndose y para salir había muy escasas formas. Una de ellas era irse de mojado: atravesar toda la República para instalarse en el Norte. Ese Norte fantástico lleno de lo que no somos. La otra era estudiando.
Ambas formas son falsas. Ahora que estoy ya grande pienso seguido en el barrio viejo y en la gente que conocí. Recuerdo, por ejemplo, los eruptos grandilocuentes de uno de mis amigos y luego de ellos la pregunta “A ver cabrón, ven y dime qué desayuné” para la risa vulgar de todos. También recuerdo algo personal: estoy en el cruce de dos avenidas esperando a alguien, posiblemente a mi hermano. En ambas esquinas había panaderías y yo estoy oliendo el pan recién hecho. Entre la sensación de estar esperando y la que despierta el olor del pan, entre una nueva que siempre me ha acompañado: la sensación de la amplitud. Todo a mi al rededor estaba vacío, sin gente, sin edificios, sin carros, sólo veo la intersección de las avenidas y siento el viento. Posiblemente fue en invierno de 1979.