¡GOOOOOOOOOOOOOOOL! Era la señal que Stephie Fafs, de seis años, esperaba para arrancarse corriendo por las escaleras, bajar a la cocina, atravesar la puerta del comedor y finalmente regresar por las escaleras para aventarse a los brazos de su papá en la sala de TV y juntos entonar un grito de ¡GOOOOOL! digno de perturbar en su sueño más profundo a la mismísima Mujer Dormida. A veces, arrullada por un sinfín de pases distribuidos por la cancha, Stephie Fafs era quien se quedaba dormida frente a la tele hasta que finalmente llegaba el gol y, sin titubeo, su papá la tomaba en brazos, la aventaba hacia arriba por el aire para volverla a cachar y juntos, entre risas, entonar nuevamente el grito de ¡GOOOOOL!

Así recuerdo que nació mi pasión por el futbol, una pasión que se encontraba impregnada en mí como parte de mis recuerdos más preciados de la infancia. ¿A qué niño/a no le apasionaría un deporte que le significaba minutos desbordantes de adrenalina y felicidad, volando por los aires y volviendo a caer entre los brazos de su padre? Me atrevo a pensar que cualquier lector que de niño asistió al estadio o que, como yo, festejó con intensidad un gol desde su casa, podría reconocer su propia emoción en estas líneas.

En la escuela primaria mi recreo se dividía en dos momentos que, para mí, eran perfectamente complementarios. La primera parte del recreo: lunch con mis amigas. La segunda parte: correr a la cancha de futbol para poder tocar, aunque fuera una sola vez, un balón de goma peligrosamente disputado por una decena de niños eufóricos del Liceo Franco Mexicano de Coyoacán.

futbol femenil

Más tarde, y en otra latitud de la Ciudad de México, pude ingresar formalmente a un equipo de futbol femenil: La Herradura F.C. Mi mamá me dejaba junto al estacionamiento de la Comercial Mexicana. Una banqueta en forma de pasillo me conducía hacia la cancha en la que finalmente conocí la dicha de ser parte de un equipo de futbol: el uniforme sospechosamente similar al de la Juve; las espinilleras como mi accesorio preferido; entrenamientos dos veces por semana; un coach que dejaba el corazón en la cancha, y mis talentosísimas compañeras de equipo que la rompían cada fin de semana en los partidos de la Liga.

Con ellas también conocí la gloria de mi primer gol y voltear a ver a mi padre en las gradas cantarlo, pero ahora por una hazaña en carne propia. También recuerdo los días en los que, por un marcador poco favorecedor, el ánimo llegaba hasta el suelo y las piernas empezaban a pesar. Recuerdo errores que cometí siendo defensa, algunos empujones o manotazos de las jugadoras del equipo contrario, una fisura del peroné que, por haber sido provocada por una seleccionada nacional, vestía heroicamente mi yeso de niña de quince años.

Continuaron desfilando por mi vida los equipos de futbol en otras instituciones y en la Universidad. Cada uno con sus propias enseñanzas y amistades. Puedo decir que me encanta el futbol. Y no, no soy una enciclopedia de nombres de futbolistas, de marcadores y fechas importantes. No me sé los ganadores de los mundiales pasados ni el historial completo de la Champions. Me encanta el sentimiento de ver un partido por la emoción que me transmite: las ganas de revivir en mi memoria la sensación de meterle el empeine a un balón y observar el vuelo de su trayectoria, ansiando poder volver a entonar el canto de ¡GOOOOOOOOOL!