La ventana de mi cuarto daba a un estacionamiento residencial. Más allá del estacionamiento, al final del horizonte, podía ver una notaría, restaurantes y las oficinas de un despacho jurídico.

Tenía 10 años y en Coyoacán me sentía atrapado entre calles y edificios. Cada mañana, cuando mi papá me llevaba en coche hacia la escuela, mi imaginación se aferraba a los árboles del camellón de Miguel Ángel de Quevedo. Se aferraba a ellos y luego, durante las clases, construía arbolados senderos intrincados que conducían hacia un río o una montaña.

Siempre había agua en esos sueños míos con montañas que me guiaron, hacia los 11 años, a involucrarme en una actividad repulsiva: el futbol.

futbol

cortesía de Crack Style

La idea había sido de mi mamá: “si te metes a la selección, podrás recorrer las canchas de todas las escuelas”. Y yo al principio no entendí a lo que se refería, pero fui a las prácticas y, debido a mi elasticidad y facilidad para terminar en el suelo, me eligieron como portero (suplente).

Del futbol me resultaba repulsiva su proclividad a desencadenar enfrentamientos y peleas entre entrenadores, jugadores, público y árbitros. Héroes de mi infancia degeneraron en villanos por culpa del futbol. El padre de mi mejor amigo, por ejemplo: un discreto hombre de voz suave adorador de libros que –cierta tarde frente al televisor de su sala­– se puso de pie, le gritó a través de la pantalla a un defensa si ya te tragaste dos goles ¿por qué no te tragas esta? y por fuera del pantalón se agarró el pene con la mano izquierda.

Durante mi primer entrenamiento como portero suplente encontré –mientras aguardaba mi turno para realizar ejercicios a un costado del arco– a una gata parda que, agazapada tras las flores carmesí de una buganvilia, observaba con apasionada fijeza, como si de un pájaro redondo se tratara, las incoherentes trayectorias del balón. Al fondo de la cancha, según fui hallando en posteriores entrenamientos, además de una gata parda habían un nido de avispas en la cavidad de una pared oculta tras helechos y una jardinera de piedra volcánica con tabachines en donde, podría jurarlo, atisbé a lo lejos una tarántula.

Gracias al futbol descubrí que en esa primaria coyoacanense que durante años asocié con una prisión de concreto, existían mínimos paraísos de naturaleza.

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Con motivo del torneo regional de primarias, dos veces al mes debía visitar otras escuelas para jugar. Eran viajes en camión de por lo menos media hora que ineludiblemente implicaban transitar por División del Norte y su asquerosa infestación de tiendas para comprar azulejos e inodoros. Media hora de escuchar cláxones y oler gasolina; de ver a niños bajo los semáforos tragar alcohol etílico y escupir fuego; de sentir hartazgo y miedo y atestiguar cómo estas sensaciones se materializaban en escenas de irracional violencia en donde dos hombres tristes se golpeaban en la banqueta mientras, a la distancia, sus familias los miraban con indiferencia.

Al llegar a la escuela en turno me bajaba del camión y corría hacia la cancha de futbol e invariablemente –en el Madrid, en el México, en el Simón Bolívar, en el Santa Fe o en el Cedros– detrás de cada portería encontré desconocidos jardines portadores de breves y misteriosas señales que conducían hacia insólitos panoramas de bosques, praderas, páramos o cascadas. Yo me adhería a la existencia de esos mínimos paraísos de naturaleza, y ahí, adherido a begonias y mirlos o ardillas y cedros o aguacates y catarinas, mis nervios se liberaban de la iracunda intoxicación urbana.

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