A Rodrigo Fernández de Gortari
Cuando se cobra proporción de las asimetrías entre Buenos Aires y la ciudad de México, la consciencia se debate entre la zozobra y el azoro. No sólo por las dimensiones, que petrifican (con una población estable de 3 millones de habitantes más de 2 de población flotante, la totalidad de gente que habita la capital argentina equivale a la que se desplaza diariamente en el metro de la CDMX) sino porque trasladarse en la ciudad México es un viaje en el espacio pero sobre todo en el tiempo. Cuesta trabajo, en medio de esta pandemia, imaginar todo ese espacio desierto: las ciudades ausentes de los días enmascarados.
Pienso en el metro Pino Suárez, con el Adoratorio a Ehécatl, dios del viento, un basamento prehispánico que comunica no sólo al inframundo de la ciudad con la superficie del presente, sino que recuerda que el presente mexicano es una herida en la que superponen el prestigio de la ruina mexica -que tuvo los colores de la sangre– con la realidad prosaica del ambulantaje y el escombro. No bien sale uno del metro aparece, oculto por una fachada espantosa, el Hospital de Jesús Nazareno, el más antiguo de todo el continente y cuya sobrecogedora belleza -patios internos, arcos, pasillos, murales con temas de la Conquista y escalinata Colonial- sólo puede ser apreciada por dentro.
Anexo al hospital se encuentra la Iglesia del mismo nombre, construida entre los siglos XVII y XVIII y en cuya bóveda y coro se encuentra pintado el perturbador mural expresionista intitulado Apocalipsis de José Clemente Orozco; inconcluso e inspirado en los horrores de la Segunda Guerra pero sobre todo en las visiones del evangelio San Juan y que a mi me remite inexorablemente a la obra de George Grosz, (sobre todo por la versión de “ramera apocalíptica” del mexicano, tan de entreguerras.).
Es en uno de esos muros donde descansan, entre sacos y tiliches como escoltas, los restos de Hernán Cortés, conquistador y olvido de México, pero esa sin duda es otra historia, como la de la panadería La Joya, que está a unas cuadras del Hospital, sobre 5 de febrero, templo prodigioso del sabor donde preparan unos chilaquiles de antología y sobre todo los mejores tacos de pavo de la tierra, que estoy seguro habrían sido del agrado de Paulo Leminski.