Uno de los primeros recuerdos felices que tengo combina dos de mis alimentos favoritos: los mariscos y el cilantro. Mi madre solía prepararle a mi padre una ensalada de camarón seco con jitomate, cebolla, chile verde y cilantro. Es un platillo muy típico de Chiapas, donde ella nació. El aldehído del cilantro llenaba con su perfume el comedor de aquel departamento en la colonia Michoacana, lo que servía para aminorar el temor de haber presenciado violencia doméstica desde mis 4 años. Los camarones de esa ensalada eran pequeños, de unos dos centímetros y medio. Su discreta salinidad equilibraba bien lo que de otra forma sería un simple pico de gallo. Es posible que probar esos camarones a tan corta edad haya gestado mi inclinación a engullir mariscos al menos dos veces por semana. Una costumbre inusualmente sencilla, considerando que este valle se encuentra a 400 kilómetros del Golfo de México.

Casi todo lo comestible

De acuerdo con una extendida leyenda, Moctezuma solía comer pescado fresco traído desde las costas de Veracruz. Los painanis, o mensajeros del emperador, que transportaban el cargamento se relevaban a lo largo de la ruta para que el producto llegara fresco a la mesa del monarca. No parece haber evidencia de esto en ningún texto escrito por españoles o mexicas, pero elijo creer la leyenda. De ser cierto, estaríamos ante el primer indicio del consumo de productos frescos del mar en el Valle de México.

Me parece insólito que podamos conseguir prácticamente cualquier producto marino en esta ciudad. Provienen no solo de los dos océanos que flanquean al país, también de mares lejanos como el Báltico o el Mediterráneo. Este comercio de ultramarinos comenzó a gestarse a finales del siglo XIX. Ya en aquel entonces el canal de La Viga fungía como un mercado de mariscos y pescados en temporada de cuaresma, amén de todos los demás productos que se ofertaban en esa gran zona mercantil. Con el tiempo, el canal fue entubado y nuevos nuevos comercios se asentaron en la zona. Fue así como surgió nuestro querido Mercado de La Viga, dedicado a los productos de aguas continentales y oceánicas.

Durante las siguientes décadas, la población aumentó de manera sustancial en el Valle de México. La demanda desbordó las capacidades del mercado. Esto empujó a la edificación, en 1993, de la Nueva Viga, dentro de la Central de Abastos, en Iztapalapa. Es el segundo mercado de productos marinos más grande del mundo, solo después de Toyosu, en Tokio. Se calcula que la Nueva Viga provee de 1000 toneladas de mariscos al día para su consumo en la zona metropolitana. Los principales productos que comercian son camarón, tilapia, atún, pulpo, huachinango y robalo. Pero también puede hallarse atún aleta azul, rockot, cangrejo rey de Alaska, erizos de mar, percebes o callo de hacha. Casi todo lo comestible proveniente del mar está en la Nueva Viga.

Descanse en pez, amigo Chimbombo

Antes de que la colonia Granada se convirtiera en una extensión forzada de Polanco, existió un pequeño restaurante de mariscos a la orilla de las vías del tren, donde ahora se asienta el Museo Jumex. Mis padres solían llevarme al Chimbombo con frecuencia. Fue allí donde probé un ceviche de pescado por primera vez. Tal vez ese fue el punto de inflexión de mi gusto voraz por el limón.

Hay una foto que atestigua nuestro paso por el Chimbombo. Nos muestra a mi padre y a mí (yo tendría unos 3 años) volteando hacia la cámara, mientras mi madre sostiene una mirada de hartazgo y cansancio hacia mi padre. No recuerdo la razón de su desencuentro, pero apuesto a que tenía que ver con alguna sandez que dijo mi padre. De esas que le espetaba a mi madre a cada rato. Cuando mi madre sucumbió al cáncer, mi padre mantuvo inamovibles sus creencias irracionales. Ahora soy yo quien lo ve frecuentemente con hartazgo y cansancio. Aunque mi madre no tenía un gusto particular por los mariscos, siempre voy a recordar el fulgor en sus ojos cuando probó por primera vez los ostiones Rockefeller. Dos semanas después, se acercó a mí, hizo casita con su mano y me dijo al oído: “¿Y si vamos por unos ostioncitos?”

Reconfiguración y recableo

Conocí Baja California, y a la amplísima rama familiar que habita el área, cuando tenía 16 años. También fue la primera vez que probé un aguachile verde de camarón. Quizá ese fue uno de los momentos en que más júbilo he experimentado, casi a la par de cuando descubrí la existencia de los ornitorrincos. En ese entonces, aún no eran comunes los restaurantes con influencias de la costa norte del Pacífico en el DF. Durante mi estancia, insistí en comer aguachiles tanto como fuera posible. Estoy seguro de que durante esos días se me reconfiguró el cerebro. Fue mi evento canónico. Chance y durante esa reconfiguración y recableo, buena parte de mis múltiples limitaciones intelectuales se exacerbaron. Pero no me arrepiento de nada. De hecho, lo volvería a hacer.

Por la misma época comí en alguna playa de Jalisco un pescado zarandeado. No se parecía en nada a los que había probado en el DF: era mucho mejor. So pena de que me funen en redes sociales, coincido con quienes afirman que existe algo en la manera de preparar los mariscos cerca de las costas que los separa irremediablemente de sus contrapartes del Valle de México. Son, en términos generales, superiores.

Mi nombre es Salvador y soy adicto

A pesar de ello, existen lugares muy notables para comer mariscos en la CDMX. Antes de que su restaurante se convirtiera en una parada obligada de gringos y tik-tokers, con filas imposibles de dos horas, mi tocayo Chava Orozco despachaba desde un garaje, en medio de la pandemia, con nada más que dos hieleras. No he probado mejor aguachile rojo en esta ciudad. Chava embotellaba la salsa roja en frascos de 250 ml para agregarla a discreción a los camarones crudos, sazonados o curados. Yo me bebía esa salsa directo de la botella, como el junkie que busca su shot de heroína. No miento: hay testigos.

Chava dejó de preparar esa maravilla al asentarse en su local sobre Zacatecas, y con ello envejecí 10 años. Gran parte del éxito de lugares así radica en la calidad de los productos que ofrecen, y eso se debe a la logística compleja de algunos proveedores. Se pesca durante la noche y antes de medio día llegan a los refrigeradores de algunos restaurantes, listos para su preparación. Intuyo que esto último haría sonreír a Moctezuma. Necesito contarle. Mañana mismo me enfilo hacia la calle Monte de Piedad, donde estaba su palacio. Tal vez si le susurro en la noche pueda distinguir mis palabras.