Si hoy me dijeran que tengo una oportunidad de ir a comer fuera, con toda mi familia, eligiría el Danubio, en el núméro tres de la calle de Uruguay, muy cerquita del Eje Central. Y es que, desde que tengo memoria, si hay que celebrar algo por todo lo alto, entonces toca venir aquí.
El Danubio abrió sus puertas en 1936, como bien indica la leyenda arriba de la puerta. Entonces mi abuelo Juan estaba todavía en España y la guerra apenas comenzaba (¿quién le hubiera dicho que diez años después se casaría en Ciudad de México?). Para 1939 se había embarcado en el Stranbrook, el último barco de refugiados republicanos que salió de Alicante y lo llevó a Orán. Mi abuelo estuvo tres años en Argelia —donde trabajó en los campos de refugiados que ponían las vías del Transahariano— y luego en Marruecos. En 1942 volvió a subirse a un barco, el Nyassa, que lo trajo a México desde Casablanca junto a otros 800 refugiados.
En sus cartas, que mi mamá ha estado transcribiendo estos días de encierro, nos encontramos estas líneas:
Casablanca, 21 de septiembre de 1942
Queridas hermanas: Siempre que realizo un viaje a esta ciudad tan bella es para daros una sorpresa. Esta lo será pero en serio. Las veces anteriores siempre se trató de proyectos que no llegaron a realizarse y que sería un poco difícil explicar por qué, pero ahora he esperado hasta el último momento para escribirles. Cuando termine esta carta saldré del hotel y con mi pequeña maleta —que ya esta preparada— marcharé al puerto para embarcar. Esta noche y sobre el Atlántico, empezará mi ruta hacia otras tierras de nueva promisión. ¿Será acertado mi viaje o no?
Cuando mi abuelo llegó a México estuvo primero en Veracruz y luego en la Ciudad de México. Y cuando conoció a mi abuela María y se hicieron novios, empezaron a venir al Danubio. El restaurante se convirtió en su lugar para celebrar. Mi mamá me cuenta, “era su lugar, les encantaba ir ahí a comer. Era comida española, porque siempre ha sido de una familia vasca…”. Así se acuerda mi mamá, y así me acuerdo yo también, que nunca conocí a mi abuelo que murió en 1958, cuando mi mamá acababa de cumplir nueve años.
En el Danubio se pide lo mismo desde 1936: sopa verde y langostinos. Mi hermano esta convencido de que mi tío Kiko también pedía kokotxas pero yo de eso no me acuerdo. Mi papá recuerda que con mi abuela nos acompañaban algunas veces a comer también Aurora e Isaías, una pareja de refugiados, vecinos de mi abuela en la colonia Portales, que a la muerte de mi abuelo se dieron a la tarea de ayudarla a criar a sus tres hijos y que yo siempre vi como a otros abuelos.
Mi prima Mariana dice que ella de lo que más se acuerda, además de la comida deliciosa, es de ¡el estacionamiento! Mariana, que vive en Londres desde hace unos meses, me manda un WhatsApp que dice “… tiene dos rampas enormes y los señores que te traen el coche se suben en una escalera que es básicamente una cadena que da vueltas continuamente, no sé si lo ubican…” y me muero de risa con los detalles que la memoria que cada quién elige.
Mi hermano se acuerda de otra cosa: el tema de las servilletas colgadas en las paredes, con mensajes de los famosos. Y de eso sí que me acuerdo perfectamente. La sobremesa se me pasaba viendo las paredes, intentando identificar a algún autógrafo conocido.
Mi abuelo y mi abuela le pasaron el amor al Danubio a mi mamá y a mis tíos, y ellos a nosotros. Hace poquito fuimos a comer con mis papás y confieso que hace mucho que no estaba tan feliz con un plato delante: una gigantesca montaña de langostinos que por 715 pesos me pareció, en un principio, muy cara. Pero después de haberme pasado una hora y media rascándole al plato, recapitule y consideré que es una inversión que volvería a hacer. Además, al Danubio se viene a celebrar y a acordarse de los abuelos, no es una cosa de cada domingo.
Cuando mi abuela murió, acá fue la primera comida que hicimos todos juntos. Y cuando acabe el encierro (después de mi columna anterior y de esta) yo creo que lo propio será ir a visitar a los abuelos al panteón y luego venir a comer aquí.
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Cosas de familia: Esta columna nació como un recurso para contar historias en época de Covid-19 —pero no tendría porque limitarse a este tiempo—. Cuando uno no puede salir a la calle a buscar historias, la memoria resulta un espacio natural donde buscar recuerdos y en todos encontré algo familiar. De ahí el título de esta sección, que espero pueda evolucionar más allá de la contingencia.
Contar historias de la ciudad en la infancia también tiene un efecto sobre la ciudad que uno quiere vivir y no lo sabía. Ahora que la vida regrese a una cierta “normalidad”, estos lugares, antes perdidos en la memoria, volverán a ser importantes. Hay que ir a visitarlos. La nueva ciudad será la ciudad que nos ha hecho quererla tanto.