En México, el cultivo del café comenzó en 1790. El Café Manrique fue el primero en abrir y comenzar la batalla en Tacuba y Monte de Piedad, contra el monopolio del chocolate. Este sitio perduró hasta comienzos del siglo xx, y entonces el café conquistó el monopolio del cacao. Alfonso de Icaza todavía lo vio a principios del pasado: “Ostentaba —cuenta en sus memorias— un letrero que decía: ‘Antiguo Café de Manrique’ y otro que rezaba ‘Casa fundada en 1789’”. Duró todo el siglo XIX. Icaza también recuerda que en el Manrique “se servía muy rica nieve de leche”, y es que “los cafés —como nos informa Clementina Díaz— eran al mismo tiempo neverías”. El Veroly, por ejemplo, que abrió un italiano por los años treinta, “mejoró el ramo de los helados —recuerda Manuel Payno en El fistol del diablo—, pues antes de él sólo se conocía la nieve de rosa y de limón de la antigua nevería de San Bernardo; nieve áspera y cargada de azúcar”.
El Siglo Diez y Nueve (un periódico que circuló en México entre 1841 y 1896) del 29 de abril de 1842 anunciaba de esta forma la apertura de un café-nevería: “Se han dispuesto para el uso del café-nevería mesas de mármol blanco, cafeteras, cucharas y bandejas de plata. Las personas encargadas de su dirección no perdonarán medio alguno para el servicio del café y sorbetes, así como el de toda clase de helados corrientes. No dejan nada que desear”. Y el Café de la Sociedad, en Coliseo Viejo (hoy calle 16 de Septiembre), ofrecía “una variedad de helados y refrescos de todas clases, mayor aun que en los años anteriores; dejará complacidos a todos los gustos”, según anunciaba El Universal del 28 de marzo de 1850. Todavía mejor es el anuncio del Asombroso helado Pío-Pío-Pío, que apareció el 14 de septiembre de 1851 en El Siglo Diez y Nueve: “Tal es el nombre de este magnífico helado, recientemente inventado, y cuya receta han recibido los dueños del Café del Bazar. Este helado de nueva especie ha causado un gran efecto tanto en Italia como en París; y bien pronto lo causará en México; ha tomado su nombre del Papa Pío IX, que se deleita gustándolo. Se servirá por primera vez el próximo 16 de Septiembre, aniversario de la Independencia […] El Café del Bazar posee al primer nevero mexicano de toda la República, el señor Barrera, cuyos productos nacionales causaron la envidia y los celos de los concurrentes del antiguo mundo. Los que deseen gozar de este helado delicioso no deben perder la oportunidad”. Se jugaba “dominó, tresillo, ajedrez; más tarde se instalaron bolos y billares”.
Por 1833, un café como El Águila de Oro cerraba a la medianoche, y en la década de 1860 se puso de moda instalar gabinetes. Los cafés también sirvieron siempre repostería, como recuerda Payno: “En otros cafés y lecherías como el de Minería […] y los denominados Gran Café de las Escalerillas, Café Nacional, Puente de San Francisco, Rejas de Balvanera, Mariscala y otros tomábase atole de leche, blanco o ligeramente rosado, con bizcochos o tamales cernidos, y además por la tarde arroz con leche, natillas, bien-me-sabe, leche crema y otros dulces por el estilo. En algunos establecimientos como el de Balvanera, servíase al mediodía la refrigerante cuajada”. Sobre El Infiernillo, cuenta García Cubas que “la bebida especial y predilecta […] era el fosforito: café puro que servía el mozo a discreción […], dos o tres terroncillos de azúcar y una copa de buen catalán que […] se mezclaba para apurarla tranquilamente a sorbos pausados y alternados con fumadas de cigarrillo”.
Los establecimientos reforzaban la costumbre de fumar ofreciendo en cada mesa un brasero: “Cada mesita —cuenta Guillermo Prieto— estaba dotada de una gruesa botella de vidrio y un enorme brasero de metal amarillo con ceniza y brasas para alimento del fuego sacro de cigarros y puros”, de modo que todo café estaba saturado de humo, como el Café del Sur. “Entre el humo espeso de cigarros y puros que oscurecía la pieza se distinguían mesillas pequeñas de palo ordinario pintadas de pardo con una cubierta de hule con tachuelas de latón, y sus sillas de tule alrededor […] En el fondo de la pieza se percibía […] su mostrador competentemente provisto de vasos y copas, charolas de hojalata, un gran tompeate con azúcar, azucareras […], y en hileras simétricas roscas y bizcochos de todas clases, sin confundirse con tostadas y molletes”.
Los cafés míticos fueron El Progreso, que en 1875 causó revuelo cuando introdujo meseras; el Veroly, en Coliseo Viejo; el Café de la Sociedad (donde ahora está la Casa Boker); el Café del Sur; El Bazar, en Espíritu Santo (hoy Isabel la Católica); Café del Cazador, en Mercaderes y Plateros, frente al Palacio Nacional; el Fulcheri, que introdujo a México los helados napolitanos y servía dos productos prácticamente exóticos: crema chatilly y queso crema; el efímero Café Cantante del Hotel de Iturbide, que por una peseta permitía gozar del espectáculo y de un chocolate, un café o un helado; y más tarde, hacia el porfiriato, el Café Concordia; el Colón, en Reforma (“de vívida historia —dice Novo—, adonde iba uno de chico con su papá por los pasteles del domingo; adonde el inevitable Duque Job saboreaba su rubia cerveza y abría los ojos asombrados ante el formidable crecimiento de una ciudad que ya llegaba hasta por allá”), y el de Chapultepec, escenario de algunas recepciones de las fiestas del centenario, y que se ubicaba donde en 1964 se inauguró nuestro Museo de Arte Moderno, y que El Mundo Ilustrado del 1 de enero de 1904 representaba así: “En el sitio más hermoso de México, al pie del legendario bosque de Chapultepec, un poco a la izquierda de la gran avenida que rodea el parque, se alza el famoso Café-Restaurant Chapultepec, sin disputa el mejor de los comedores, el preferido de la high life de México, ya para comidas íntimas, ya para los grandes banquetes que constituyen un acontecimiento […] En esta terraza los elegantes parroquianos del café pueden contemplar a su sabor la admirable perspectiva del castillo, que se yergue a lo lejos, sobre la verde frondosidad de los ahuehuetes […] Una selectísima concurrencia de damas y caballeros de nuestra mejor sociedad acude al Café de Chapultepec y ocupa sus pequeñas mesas, en las que las rosas alternan con las piezas de la elegante vajilla y la cristalería despide chispazos de luz”.
El Concordia, que abrió en 1868, se demolió en 1906 para dejar espacio al edificio de La Nacional, frente a Bellas Artes (todavía en construcción), fue el favorito de Gutiérrez Nájera. Por su parte, Luis G. Urbina lo describe así: “Las podridas tapicerías, los marcos de oro muerto, los espejos opacos como grandes ojos agonizantes, los mármoles amarillentos, los terciopelos chafados, los verdes de hoja invernal y los rojos desteñidos y manchados eran como viejas reliquias para nosotros”. Pero ya el Café París, en Filomeno Mata, “pugnaba —y en buena medida lo logró— por gestar una bohemia literaria un poco tardía”.
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