Maestro del disfraz, capaz de convertirse en el mejor envoltorio —¡y comestible!— de una comida entera, travestirse en postre —con ayuda de mermelada, cajeta o nutella— o sencillamente ser él mismo, con el riesgo de ser ninguneado en casa por los niños —de todas las edades—. A los bolillos incluso se les atribuye ser una especie de ansiolítico o la mejor herramienta para ahuyentar a la diabetes tras un susto, una cualidad sin sustento científico que suena, más bien, a pretexto para zamparse uno entre comidas.
Debo confesar que yo mismo estaba teniendo un gesto pueril dejándolo fuera de mi selección para estas reseñas de los panes más entrañables que esconde la Ciudad de México. Aunque súbitamente apareció en mi sondeo informal: “Tienes que incluir los bolillos”, me dijo Raquel. Primero pensé que era broma, pero pronto supe que estaba ante una auténtica entusiasta… Y no de cualquier bolillo. Pedía que fueran los de la panadería que está al lado del Mercado de Medellín: los bolillos de la Panificadora Monterrey.
Así son los bolillos de la Panificadora Monterrey
Raquel los conocía bien. Había vivido a un par de cuadras, y los consumió —y puso a prueba— por mucho tiempo. Estaba segura, además, de que no era un gusto personal: cada Navidad, la banqueta se convierte en pasarela interminable con devotos formados por decenas para acompañar la cena con uno de esos panes que también pueden convertirse en cuchara o servilleta (porque dejar el plato reluciente después de limpiar los restos de una salsa memorable con un cachito de bolillo es algo que todos hacemos alguna vez, pese a las clases de modales en casa).
Entonces fui a probarlos. Tenía que someterlos a dos o tres pruebas: la primera, comer uno recién salido de la panadería. Intenté que fuera recién salido del horno. No había calientitos. Ni supieron decirme a qué hora saldrían. Fueron enfáticos: no hay hora específica para que salga una nueva tanda. “Salen conforme se van acabando”, me dijeron con un tono que dejó claro que sería pésima idea seguir preguntando cualquier otra cosa. Solo alcancé a preguntar los horarios. “Abrimos a las 6 y cerramos a las 10”. Hallé en esa jornada de 16 horas un gran motivo del mal humor de quien me atendió. Le di uno más: después de ponerme en plan preguntón solo compré tres bolillos: 4.50 pesos.
El primero lo probé apenas crucé la puerta. Lo primero que comí fue el migajón. Siempre fui de los que se angustiaban cuando veían a alguien vaciar los bolillos y hacer a un lado la preciada masa para dejarlos como simples receptáculos. Aunque frío ya, cumplía con varios rasgos que demostraban que era un bolillo fresco: la pestañita estaba crujiente, y cuando la jalé para develar el interior, encontré un buen migajón: esponjoso, moderadamente húmedo, con poca sal y ese aromita a masa fermentada que todavía hace falta que bauticemos —¿o ya existe un término?—. Las partes crujientes también cumplieron a la perfección. Horas más tarde, ya en casa, los probé recalentados sobre un sartén. Aromáticos y con gran sabor de nuevo, cumplieron su rol de acompañar algo dulce y algo salado. Con razón, las fondas de los alrededores de la panadería suelen servir de sus bolillos. Y con razón, la panadería también sigue sirviendo como referencia para ubicarse. “¡Ah, vives por la panadería de Monterrey!”.
Unos minutos antes de enviar este texto a las editoras de Local hice un último intento por indagar para ustedes a qué hora encontrarlos calientitos. Por teléfono me atendió alguien más amable, aunque de voz cansada, que develó el secreto: muy temprano, a las 6 o 7 de la mañana. Otra tanda sale alrededor de la una de la tarde. Y una más a eso de las 7 de la noche. En algún momento del siglo XX, las panaderías llegaban a sacar tandas de bolillos calientes cada 20 minutos a manera de estrategia publicitaria, según cuentan. Hoy, tres veces al día suena a una frecuencia de panadería exitosa. Planeo volver por los bolillos de la Panificadora Monterrey esta misma semana. Y un polvorón de cacahuate, porque recién me enteré que también son entrañables.
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