El domingo es día de fiesta. David lo estuvo esperando toda la semana. Se despertó sabiendo que hoy, hoy de nuevo, va a bailar. Está de estreno. Se mandó a hacer un traje nuevo de hombreras voladas y hace unos días lo pasó a recoger. Es de color verde, desde la faja y la pluma del sombrero hasta los detalles de los zapatos bicolores. Ya tiene varios y de toda la carta Pantone. Dicen los vecinos que lo han visto pasearse desde Aquiles Serdan a Tlatelolco vestido de pachuco en guinda, de azul rey y hasta de amarillo huevo. Le toman las medidas en el Mercado de la Lagunilla, pasillo 11, local número 236, y en unas uñas comidas que se cuentan con días hábiles prometen tener al hombre vestido de pies a cabeza. Hace 17 trajes que le cumplen al pie de la letra.
El domingo transcurre entre agitado y normal y ya casi es hora de aprontarse para el baile. Desde hace 80 años, a las 6 de la tarde abren las puertas del Salón los Ángeles así llueva o truene. El derecho de admisión cuesta 30 pesos y tienen que ser a la antigüita porque no aceptan plásticos. Adentro sí, les dice el taquillero a los que llegan desprevenidos. ¿Cómo? Que la bebida sí la puede pagar con tarjeta.
No es fácil aproximarle la edad a David, pero debe tener 60 años y algunas entradas en el pelo, gris, que disimula con el sombrero. Tiene pelo largo; lo lleva atado y desde la nuca se le forma un cairel. Para todo sonríe. Da una vuelta con estudiado desliz y sonríe una vez más. De lejos uno puede ver que el hombre es galán nato. Se mueve con gracia, saluda a su paso, es el héroe de la noche y no hay manera de que no caiga bien.
Suena la orquesta en la tarima allá adelante. La cantidad de músicos en escena asciende a las dos cifras y además vienen con coreo. Maracas, trompetas, trombones, la fiesta se enciende rápido del 1 al 100. Las mesas a los lados de la pista se llenan de parejas y de adultos mayores, también solteros mezclados con algún estudiante de la UNAM mezclados con uno que otro exponente del hipsterismo intelectual; un cóctel aderezado con prostitutas en duda, ficheras quizá, señoras grandes de faldas cortas tal vez del tal vez. Aquí no se viene a juzgar. Casi tampoco que ex profeso a ligar. Aquí se viene a bailar y a celebrar que la vida es un carnaval. La muchedumbre se levanta para seguir el ritmo del orangután. Lo lindo del Salón los Ángeles es que todo se entrevera. Pachucos, danzoneras, el orangután y la orangutana, jóvenes, viejos, tepitos y fresas curiosos. Hombres y mujeres sacan a lucir sus mejores galas, sus mejores pasos y alguien desde el micrófono pregunta por Yolanda.
Los mejores bailadores bailan aquí, dice Paco Lemus, músico que hoy sólo viene de civil y a divertirse. Cuenta que el señor David, nuestra eminencia, ya lleva años gastando esta pista. Que no falta nunca, que pocos saben moverse como él. Son cómplices de domingo. Se les nota el respeto mutuo. Quizá un caballito de mezcal. Otros invitados se acercan y les piden fotos. Ellos posan. Pero Juana, que agarra a cada uno de un brazo, quiere bailar. Paco la adueña por la cintura, ella manito al cuello le corresponde y sin explicación ni permiso los requiere en pista el chachachá.
David brilla solo durante medio estribillo. Da un giro verde sobre su propio eje y le extiende la mano a una señorita. Aquí el domingo antes de las 12:00 nadie anticipa el lunes. Le acepta la pieza, ella. Empieza la noche.
Uno, que viene como de afuerita entre a mirar y bailar mal, se enamora un poco más del realismo mágico y bizarro de esta ciudad.