Queda claro que ya nadie necesita tener un reloj de muñeca, y ello da pie a la materia misma del coleccionismo, del fetiche. Es paradójico que ahora usar un reloj en la muñeca sea un acto anacrónico –cronos anacronos– pero así es. Cualquiera que haya visto o analizado las entrañas de un reloj sabrá por qué es difícil encontrar un objeto más impecable, aunque no cumpla una función vital. Pero el reloj es candidato perfecto del coleccionismo no sólo por su hechura sino también porque la nostalgia, como sabemos, se adhiere a los objetos como si tuviera un imán.
Todos tuvimos un reloj en la muñeca. Todas las ciudades tuvieron un reloj en sus torres, como si no bastara tener la hora personal y tuviéramos la opción de sumar la hora ciudadana, la hora democratizada. En la Ciudad de México está el reloj chino de Bucareli o el reloj otomano del Centro Histórico, ambos regalos carísimos de esos países a México. Al parecer dar la hora exacta desde lo alto de una torre fue símbolo de generosidad. Estos relojes siguen allí pero ya no dan la hora exacta, y a nadie le parece importar. Son recuerdos impregnados de nostalgia (he ahí su generosidad), y lo de menos es que cumplan su función. Porque ya todos tenemos la hora en el bolsillo. Porque la democracia ha cambiado de una cara mecánica a una de cristal líquido. Y está bien.
Para algunos, los menos, los más anacrónicos, queda desafiar la conducta ordinaria y elegir de entre los relojes que aún se fabrican y se fabrican bien, cuál fomenta mejor el amor al objeto. –A uno de los objetos decididamente más fascinantes que hay. No tenemos por qué superar la extinción de los relojes, tenemos que rendirles un mínimo tributo en la muñeca.