Para jugar futbol de manera informal en el Parque Asturias existían dos espacios de nombres siniestros: La Jaula y El Pateadero, en donde durante mi infancia aprendí a imaginar en torno a un balón poéticas opuestas.
El Pateadero.- Asimétrico. Al Norte del Parque. Íbamos por las tardes después de clases. Lo abrían a finales de agosto pleno de pasto nuevo, hacia diciembre tenía agujeros por todos lados y para principios de junio todo era tierra y pequeñas piedras. Entonces lo cerraban para sembrar pasto nuevo. Antiguo potrero.
La Jaula.- Rectángulo inmenso de cemento. Al Poniente del Parque. Abría en verano durante las vacaciones a las siete de la mañana para albergar a todos los niños futbolistas que se habían quedado sin Pateadero. Antiguo estacionamiento.
Mundos distintos cuyas insalvables diferencias se relacionaban al tipo de pensamiento que promovían sus respectivas naturalezas.
Al Pateadero se iba a tirar a gol. Eran pensamientos de lo inesperado. Estábamos Christian, Poo, Aldo, Selman y yo formados tras una línea imaginaria trazada a 15 metros de una portería construida con maletas y chamarras sobre una reja metálica que custodiaba Gartzen, portero de casi dos metros y origen vasco cuya presencia en mi imaginación representaba lo invencible. Dentro de esta conveniente construcción de la realidad en donde fallar era no solo comprensible sino evidente, yo comenzaba a tirar bajo la certeza de que un gol significaba haber conseguido algo sobrenatural y maravilloso. La única prohibición era el balón parado. Aire, volea o libres combinaciones con los otros jugadores; las posibilidades para construir cada tiro eran inabarcables. Y recuerdo una tarde de viernes a mediados de abril en 1997. Tejí una pared con Selman; par de pases rápidos y rasos. Justo cuando iba a golpear, una piedra hizo saltar el balón; frené, esperé y le pegué al bote-pronto de un dedo, extravagante golpe que consiste en mover el pie derecho a velocidad de vértigo de izquierda a derecha e impactar únicamente con el dedo gordo en el centro del esférico. Mi ejecución fue perfecta y el balón salió a media altura directo al poste derecho (desde mi perspectiva) y durante el recorrido se fue quebrando y subiendo tres o cuatro metros hacia la izquierda y metro o metro y medio hacia arriba. Gartzen se quedó perplejo e inmóvil. Fue la más bonita anotación de ese día. En el Pateadero se aspiraba a cautivar a través de lo extraño. El mejor gol era el gol más raro.
A la Jaula se iba a dominar una técnica. Eran pensamientos de la repetición y el cansancio. Estábamos Christian, Poo, Aldo, Gartzen, Selman y yo formados frente a un muro de concreto del que nos separaban cinco metros. Durante una hora realizábamos una rutina en donde el objeto era tirar de todas las formas imaginables y que el mayor número de tiros golpeara en la misma manchita blanca. Realizábamos en promedio un tiro cada diez segundos; 600 tiros al día. Todos ejecutados bajo un mismo principio: alinear nuestros cuerpos de tal forma que la nariz, el ombligo y el pie de apoyo apuntaran hacia la manchita blanca. Pero alinear correctamente los tres miembros garantizaba únicamente que la dirección fuera exacta; es decir: la mitad de la tarea. La otra mitad correspondía a la altura, que se relacionaba con la inclinación de la espalda (inclinarla hacia adelante para conseguir altura baja; inclinarla hacia atrás para conseguir altura alta). La manchita blanca cambiaba de lugar cada jornada, así que día con día estábamos obligados a descubrir sobre la marcha la nueva e inédita inclinación precisa. Y esa parte correspondía al instinto: a qué tan abiertos nuestros cuerpos estaban esa mañana para recibir las misteriosas relaciones geométricas entre balón/cemento/pie/bote/golpeo/movimiento. Y recuerdo una mañana de julio en 1999 cuando Aldo entró en trance e impactó en la manchita blanca cuatro veces cada minuto y estableció un récord que nunca fue abatido: 480 conquistas en una hora. En La Jaula se aspiraba a la homogeneidad. El ganador era el que lograba hacer siempre lo mismo.
Todos estos recuerdos ya no existen. Forman parte de un pasado que, en el actual Parque Asturias, se ha perdido para siempre: El Pateadero tiene pasto artificial y abre todo el año; La Jaula es un basurero de desechos urbanos y tiene restringido el paso.
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