Pensemos en el cuerpo como el primer espacio que habitamos, un lugar que requiere seguridad, comodidad, representación y un sentido de pertenencia. Desde esta perspectiva, las ciudades han sido diseñadas históricamente bajo lógicas de movilidad que moldean y condicionan la experiencia corporal de quienes las habitan, priorizando las necesidades de cierto tipo de cuerpos –masculinos, blancos, heterosexuales y con acceso a transporte privado– dejando de lado al resto.

Cada marzo, la marcha del 8M evidencia vivencias sistemáticamente ignoradas o relegadas a los márgenes de la otredad. Cuerpos que el diseño urbano no contempló: mujeres que evitan ciertas calles por seguridad, infancias sin espacios adecuados para su movilidad, madres y padres que encuentran obstáculos constantes al desplazarse con carriolas o sillas de ruedas.

En un entorno hostil, su presencia parece “ajena”, aunque sean parte fundamental del tejido urbano. Ante estos desencuentros, han desarrollado sus propios métodos de seguridad y estrategias para reapropiarse del espacio, integrando sus necesidades en ciudades que no fueron pensadas para ellas.

En este sentido, las ciudades, que en un principio no fueron diseñadas para la diversidad de cuerpos que las habitan, y mucho menos lo femenino, han sido ocupadas de maneras que resultan incómodas para aquellos que no experimentan ciertas miradas, gestos o acciones que obligan a otros cuerpos a mantenerse siempre alerta. En mi experiencia, ser mujer me ha llevado a adoptar técnicas de supervivencia, no solo para recorrerla, sino para reclamar el derecho a habitarla plenamente, a existir en sus calles sin que mi presencia se vea constantemente cuestionada o puesta en riesgo. Dejé de lado el placer de admirar la gran variedad de edificios que caracterizan a la Ciudad de México, que tanto me gustan, y las jacarandas que anuncian la llegada de la primavera, para centrarme en ajustar mi velocidad al cruzar la calle y buscar las avenidas mejor iluminadas justo después de las 6 p.m, además de avisarle a mi madre o amigas que voy en camino o simplemente comunicar que estoy bien.

Si bien la ciudad impone un entorno adverso, nuestra manera de habitarla es, en sí misma, un acto de resistencia. Dentro de ese modo de habitarla, existe una forma de autonomía que archiva la memoria de mi cuerpo al manifestarse en el espacio público a través de un constante proceso de autodescubrimiento. Durante mi infancia, la ciudad me brindaba la sensación de infinitas posibilidades, donde podía descubrir quién era o quién quería ser. La urbe era un entorno en el que la oportunidad de ser se revelaba en la forma en que mi cuerpo transitaba sus calles, en cómo aquellos lugares me habitaban tanto como yo a ellos. Se reflejaba en el ir y venir incesante, en la multiplicidad de rostros e historias que se cruzaban a mi paso, en los sonidos, los colores y las dinámicas de un entorno en constante transformación. En cada desplazamiento, en cada encuentro, la ciudad se convertía en un reflejo de las múltiples versiones posibles de mí misma.

En la solidaridad y el acompañamiento de mis amigas, aprendimos a transitar este entorno con la certeza de que estábamos juntas como una red de apoyo, como una estrategia de habitabilidad. En su movimiento incesante, atravesada diariamente por millones de personas, la ciudad se convierte en testigo de los vínculos que se tejen en el desplazamiento, de las experiencias afectivas que le otorgan un poder colectivo. Ese poder, a su vez, recuerda a los cuerpos el sentido de pertenencia, algo que a veces pasa desapercibido y que invita a pensar en buscar puntos de encuentro seguros, donde incluso la expresión de identidad no afecte el sentido de alerta.

En este sentido, si hemos aprendido a andar con cautela en la ciudad, el 8M nos recuerda que también podemos habitar el espacio público desde la resistencia y la protesta. En la marcha, el tránsito colectivo reescribe y exige que la ciudad sea de quienes la habitan. A través de la comunidad, este encuentro se convierte en un momento en el que el cuerpo se apropia del derecho a vivir sin acoso, inseguridad o violencia sistemática. Ocupar el espacio público visibiliza las ausencias que usualmente quedan en los márgenes: carteles que denuncian, nombran y resignifican. Al final del día, aunque este acto sea momentáneo, reapropiarse de la ciudad mediante las pintas, los grafitis, los performances feministas y el simple hecho de haber transitado sus calles deja una huella inscrita en la memoria urbana, un testimonio de que otros modos de habitarla son posibles y necesarios.