“Esto es lo que pasa cuando los niños crecen con mamás que cocinan”, pensé mientras observaba el baile de los platillos preparados por el chef Andrés Trillo. Y es que aunque mi propia madre me hizo cosas ricas de lunch —un sándwich de jamón, queso americano y mayonesa, sin calentar y con las orillas del pan intactas—, nunca fue más allá. Nunca preparó un arroz con leche ni un filete Wellington, pero no es una queja. Simplemente nunca provocó en mí un interés real en la cocina, al menos no para que yo cocinara. Por eso quisimos conocer Trillo, el restaurante en Cozumel 38, para ver lo lejos que se puede llegar cuando un niño crece metido en la cocina.

Ir a Trillo fue como visitar dos lugares al mismo tiempo: Sinaloa y Francia, pero esto no es casualidad. El chef nació en el norte mexicano y luego se fue a estudiar a París, en donde perfeccionó ciertas técnicas que ya conocía gracias al acercamiento a la cocina impulsado por su madre. Primero, el coctel de bienvenida: una especie de tinto de verano, aunque con vino espumoso y jugo de durazno que recuerda el atardecer en Tuxpan, Veracruz. Hay de todo, para todos los gustos, desde los más fuertes con vodka o mezcal, hasta mocktails con sabores hechos para quienes no toman alcohol.

Después, como entrada, un fresquísimo tartar y una ensalada de otoño con cous cous israeí (aunque era invierno) que se sintieron como si estuviéramos sobre una nube sobrevolando el mar o recorriendo las calles de Oaxaca mientras festejamos el amor de unos recién casados. Como platos fuertes, dos cosas: un bao de jaiba de concha y un increíble taco de pork belly con jaiba de concha suave frita. Luego, almejas chocolatas con mantequilla de vermouth, calientitas. Al final, dos postres fueron la encarnación de la perfección: un arroz con leche asturiano y un panqué de aceite de oliva con helado de mascarpone. Pero su menú es mucho más que esto: tacos, sándwiches o sandos, ensaladas frescas de sandía o coliflores a las brasas que encantan incluso al más carnívoro de la familia. Todo hecho para compartir (¿por qué qué es la vida sino una experiencia que solo cuenta si se platica entre copas de vino?).

Otra de las cosas que destacar en Trillo son los platos fuertes resultado de una fusión de sabores, por ejemplo. Hay una cierta seriedad que reina en los platillos —sobre todo porque se trata de un fine dining—, pero que se difumina cuando sale el amigable gerente, Benjamín, o el chef Andrés a platicar con los comensales. En este lugar, máquina del tiempo y el espacio, las risas y el baile nunca faltan. A pesar de que no son un wine bar como tal, cuentan con botellas para todas las ocasiones: festejar el cumpleaños de mamá, celebrar el amor entre dos o conmemorar los años de amistad con ese grupo de tres que ha sabido mantenerse en las buenas y en las malas. Nosotros probamos un vino tinto mexicano, directo de Ensenada, con las notas apenas perfectas para tomarse en la tarde sin amenaza de resaca del día siguiente.

Para visitar Trillo hay que tener la tarde libre: esto puede parecer una obviedad pero no lo es. En realidad, es muy fácil perderse entre su mobiliario, la cocina abierta y la barra de su cantina. El tiempo se derrite una vez que empieza el desfile de bebidas y platillos, los ruidos de la calle se disipan hasta desaparecer. Y es que en Trillo cuidan tanto cada detalle que hasta parece que terminas de comer en tu propia cocina; cuando me despedí me dijeron que esa era mi casa. Decido creerles.
Martes a sábado | 2 a 11 pm
Domingos | 2 a 6:30 pm