“Una obra empieza con dos colores”, le dijeron a Yves Klein en 1955 cuando rechazaron su pintura monocromática color butano en el Salon des Réalités Nouvelles en París. “Si le pintas encima tan solo un puntito podríamos exhibirla”, le pedían. Él siempre se negó.
Klein nació en Niza en 1928 y fue el único hijo de dos pintores. Su madre, Marie Raymond hacía arte abstracto y su padre Fred Klein, de origen holandés pero nacido en Indonesia, era un pintor figurativo que llegó a París siguiendo la huella de uno de sus más célebres compatriotas: Vincent Van Gogh, quien vivió en Francia desde 1885 hasta su muerte. Excéntrico y precoz, a los 19 años Yves Klein ya había nombrado al cielo azul su primer obra de arte y a mediados de los años 50, tras meses de experimentar con pigmentos, desarrolló un azul hipnotizante que un gesto digno de un genio del marketing contemporáneo patentó como International Klein Blue. Sus pinturas monocromáticas en IKB son piedras angulares del Minimalismo e incomodaron al mundo del arte a pesar de que años atrás Kazmir Malevich había pintado ya su Blanco sobre blanco (1918). A la par de la espiritualidad que encontraba en los colores y el gesto humilde –dejarlos resplandecer sin imponerles ningún trazo– estaba la obsesión de Klein por la fama. El artista vivió para convertirse en leyenda.
“Era un tipo de ideas grandiosas y un perfeccionista obsesivo que estaba convencido de poder hacer realidad cualquier cosa que le viniera a la mente”, dice el francés Daniel Moquay, responsable de los archivos del pintor y curador de la retrospectiva que recorre América Latina teniendo como sede al MUAC en su visita a México. Para dejarlo claro, Moquay, quien conoció personalmente a la familia y amigos más cercanos del artista, cuenta que cuando Klein se decidió a mudarse a Japón para estudiar judo, disciplina de la que era un maestro cinta negra cuarto dan, se le metió también en la cabeza la idea de llegar hasta la isla a caballo. Cruzar el mar no era lo que le preocupaba, pero no sabía montar. Para aprender fue hasta Irlanda, donde había un rico hacendado que presumía tener los caballos más finos del mundo. Tocó a su puerta, expuso su caso y se salió con la suya. El hacendado lo recibió y le dio todo lo necesario para convertirse en un jinete decente sin cobrarle un solo centavo.
El artista no usaba pinceles por considerarlos objetos “excesivamente psicológicos”, pero en su serie de Antropometrías usó el cuerpo de modelos desnudas cubiertas de azul IKB como brochas humanas que imprimían sus siluetas sobre lienzos, mientras él guiaba sus movimientos como un director de orquesta en performances abiertas al público. Se llamó a sí mismo ‘el pintor del espacio’ y exhibió el Vacío en la galería Iris Clert en 1958, que había pintado de blanco y nada más. Entre los asistentes al controversial evento estuvo Albert Camus, quien tras vivir la experiencia dejó tras de sí una nota: “Con el vacío, plenos poderes.”
Klein empezó su carrera partiendo de la abstracción que comprendió desde niño, lo que quizás explica por qué no sólo la llevó a sus límites, sino que la agotó. Trabajaba 20 horas al día, pintó con fuego, fue fundador de la corriente del Nuevo realismo, dejó más de mil páginas escritas, e hizo planos para lo que en un futuro sería la arquitectura del aire. No tardó en concluir que si podía pintar con un solo color, podía también hacer música con una sola nota, y compuso la sinfonía Inmaterial donde coro y orquesta interpretan solamente el Fa# durante 20 minutos, seguidos de 20 minutos de silencio.
En 1962 la película Mondo Cane del director italiano Gualtiero Jacopetti iba a inaugurar el festival de Cannes. Para la cinta el director grabó a Klein mientras trabajaba con sus modelos una pintura de la serie de Antropometrías. En plena función descubrió que el director se había centrado, primero, en erotizar a sus modelos y después en ridiculizar su obra, presentándola como una estafa. Al salir de la sala tuvo un micro infarto, el primero de tres en ese mismo mes. El último lo mató a los 34 años, de los cuales su carrera artística ocupó solamente siete. Klein expresó un día su deseo de hacer de su azul el color de la destrucción. Su plan era insertar el pigmento en una bomba atómica. Cuenta Moquay, en palabras de la viuda Klein, que su último infarto fue tan fulminante que tornó su cuerpo de un color parecido.
* Artículo para el número 183 de la revista Gatopardo