Setecientos años después de su fundación mítica, la gran Tenochtitlan sigue siendo un misterio que nos habita. En esta ciudad que parece mirar solo hacia adelante, bajo cada paso, cada banqueta y cada comercio hay un trazo que no se fue del todo.

Porque aunque la historia nos la contaron como pasado remoto, Tenochtitlan no fue una ciudad pequeña ni secundaria. Fue una de las urbes más grandes del mundo en su tiempo, con una organización urbana tan sofisticada como hermosa. Imagina una ciudad construida sobre islotes, donde los canales eran las calles y las canoas el transporte. Donde las chinampas florecían como jardines comestibles, donde el mercado de Tlatelolco tenía miles de vendedores al día y un orden que haría llorar a cualquier supermercado moderno. Donde el Templo Mayor se erguía como vértice del mundo y todo lo demás —los barrios, los templos menores, los caminos, las casas— nacía a partir de él.

Recientemente, a partir de investigaciones arqueológicas y descripciones de cronistas, se han generado visualizaciones de cómo era esa ciudad. Y son alucinantes. Más que una postal histórica, estas imágenes parecen una reconstrucción emocional: Tenochtitlan aparece no como una ruina gloriosa, sino como una ciudad viva. Con volcanes al fondo, gente comiendo en la calle, comerciantes ofreciendo cacao, plumas, jade, textiles y flores, y una vida cotidiana que no se detenía.

Lo más impactante de estas recreaciones no es su fidelidad, sino su cercanía. Porque es fácil verlas y pensar: esto es otra ciudad. Pero si te quedas un poco más, si observas bien los caminos, los canales y las construcciones, entiendes que estás viendo esta ciudad, antes de ser lo que ahora es. Que debajo del Eje Central, las plazas, los ríos entubados, los adoquines y el ruido, Tenochtitlan no se ha ido.

¿Y cómo se camina una ciudad que ya no se ve?

Si quieres acercarte un poco a esa otra ciudad —la que sigue aquí aunque no la veas—, una buena manera es caminar por el Centro Histórico con ese mapa imaginario sobrepuesto en la mente. Pero si quieres algo más concreto, más táctil, sugerimos esto:

Visita el Museo del Templo Mayor. Más allá de la ruina monumental (que es poderosa en sí misma), el museo alberga algunos de los hallazgos más impresionantes del México antiguo. Las esculturas, los utensilios, las ofrendas. Esos objetos que han esperado siglos bajo tierra para contarnos que esta ciudad ha sido muchas ciudades, pero no ha olvidado quién fue.

Una recomendación: entra sin prisa, sin esperar una narrativa lineal. Solo deja que las piezas hablen. Y cuando salgas, si puedes, hazlo al atardecer. Desde el atrio de la Catedral o desde las escaleras de cualquier azotea cercana, mira hacia el poniente. Piensa que ahí estaba el lago, que esa luz también la vieron hace 700 años.