Las fiestas decembrinas han sido, desde siempre, un espejo del espíritu de su tiempo. En la Ciudad de México de los años 60, la Navidad no era sólo un periodo de celebración, sino un espectáculo vibrante que transformaba las calles y corazones de sus habitantes. Esta época encapsulaba un México en constante cambio, donde tradición y modernidad convivían en un delicado balance.

Una selección de fotografías del archivo histórico de El Heraldo de México —ahora resguardado por la Universidad Iberoamericana— nos transporta a esa época. Estas imágenes no solo capturan los detalles visuales, sino que evocan las emociones y los recuerdos de una década icónica. Desde las primeras importaciones de árboles navideños hasta las multitudes en la Alameda Central, las fotografías son testigos de un México que celebraba con pasión.

El centro de la ciudad brillaba como nunca gracias a las figuras iluminadas que decoraban avenidas principales. Ángeles, pastores y estrellas transformaban las calles en un lienzo vibrante de colores, un escenario perfecto para familias y turistas. Este despliegue lumínico no era solo un adorno: era una declaración del carácter festivo y comunitario que define a la capital.

Los mercados y comercios se convertían en un hervidero de actividad. En sus pasillos, se entremezclaban aromas de colaciones, tejocotes y esferas brillantes que invitaban a imaginar nacimientos llenos de vida. Los escaparates de las tiendas competían en creatividad, decorados con todo, desde piñatas hasta árboles artificiales, que recién habían comenzado a importarse.

Las posadas eran, como lo son hoy, el epicentro de la convivencia familiar y comunitaria. Estas fiestas, llenas de cantos y ponche aromático, eran una oda a la generosidad y la alegría. Romper la piñata no era solo un juego: era un acto simbólico que unía generaciones y reforzaba la identidad colectiva.

Revivir la Navidad de los años 60 en la Ciudad de México es reconectar con la esencia de una tradición que, aunque adaptada a los tiempos modernos, sigue teniendo la capacidad de unirnos. Cada luz, cada canto y cada piñata rota nos recuerda que la magia de estas fiestas no reside en lo material, sino en la calidez de compartirlas.