El DF que extrañamos es una serie de textos publicados originalmente en dF con Historia (2010), de la colección Guías dF por Travesías, que ahora es Local.mx. En la serie 11 escritores capitalinos –nacidos aquí o adoptados con cariño y méritos– nos respondieron una misma pregunta: ¿Qué recuerdas con más cariño de la ciudad de México que ya no existe?
Pedro Friedeberg nos respondió con imágenes hermosas de la ciudad.
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Había tranvías que circulaban por la avenida Baja California. Entre las vías crecían flores silvestres, como girasoles. Otro tranvía iba por avenida Revolución, que terminaba en la colonia Mixcoac. No había calles sólo casas que estaban cerca del tranvía. En Mixcoac estaba el asilo La Castañeda, el asilo de locos, como dicen. Pasaba el tranvía entre puras casas y milpas; llegaba hasta San Ángel, donde había una feria con unos caballitos, pero muy pobres, un carrusel, una rueda de la
fortuna, una cosa llamada “el látigo” y unos carritos de madera. Había unos helados que daban tifoidea fulminante. En media hora te daba, o eso decía mi tía, que era la que me llevaba. Había muchos alemanes en San Ángel en aquella época. Ahí había una sola tienda, que no recuerdo cómo se llamaba, y había un salón de té, el Koko. Por Altavista pasaba un coche cada 10 minutos, y no había Periférico, sino una barranca con basura. Existían muchas ferias en la ciudad. Había otra en la Plaza de la República con una pista de patinaje para patines de ruedas, frente al monumento, que tocaba mucho todo el tiempo la canción “Barrilito” mientras la gente patinaba; era 1941. La avenida Insurgentes Norte no existía. Por el Monumento a la Madre terminaba Insurgentes, y la calle se estrechaba y cambiaba de nombre a Ramón Guzmán. Llegaba hasta la estación de Buenavista, donde había mucha gente humilde esperando el “tren pulquero”, que transportaba pulque y apestaba. Habían muchas pulquerías en la ciudad, cada dos calles había una, a donde podía ir uno al baño.
Era una ciudad de un millón de habitantes, que era muy agradable. Los taxis para ir desde San Ángel hasta la Casa de los Azulejos cobraban uno cincuenta o dos pesos, que era carísimo. Las Lomas nomás era el Paseo de la Reforma. No había Paseo de las Palmas. Claro que no había Tecamachalco. La última casa estaba en la esquina de Sierra Paracaima. Después ya no había nada, más que la carretera a Toluca, que era de dos carriles, uno de ida y uno de venida. También podía uno tomar el tranvía por el lado de Constituyentes para ir al Desierto de los Leones. Había un tranvía los sábados y los domingos. Se tomaba en el cambio de Dolores, le decían, donde vendían flores para llevar a los muertos al panteón. También había un tranvía negro que llevaba a los funerales y subía por todo Constituyentes, que se llamaba la avenida Madereros y era una subida muy inclinada. Y a veces los tranvías se resbalaban para atrás, ahí por donde están los Pinos, que no sé por qué se llamaba El Chorrito. Lo más bonito: podía uno entrar de cualquier lado con su bicicleta, con su caballo al bosque.
Lo único que ha mejorado son los mercados porque antes no había supermercados; sólo había mercados comunes y corrientes, pero estaban llenos de ratas, tenían unas como tarimas que se juntaba mucho con lodo, como cochambre debajo, eran muy mugrosos. Y el Museo del Chopo, que era precioso. Era un Museo de Historia Natural con un dinosaurio en medio. A la entrada había unos acuarios a los que no les habían cambiado el agua desde 1915; entonces era como una gelatina verde, y los pescados trataban de nadar en eso. Adentro había como unas vitrinas con un niño de dos cabezas, un perro de seis patas, cosas por el estilo, y una tarántula que habían encontrado en Iguala y que medía 40 centímetros de diámetro. Eso sí era un museo. No una cosa toda artificial sin ningún chiste.
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