El DF que extrañamos es una serie de textos publicados originalmente en dF con Historia (2010), de la colección Guías dF por Travesías, que ahora es Local.mx. En la serie 11 escritores capitalinos –nacidos aquí o adoptados con cariño y méritos– nos respondieron una misma pregunta: ¿Qué recuerdas con más cariño de la ciudad de México que ya no existe? 

Guadalupe Loaeza nos narra los recorridos que hacía por el Centro Históricos de la mano de su mamá.

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Tengo muchos lugares entrañables de la ciudad de México, pero viendo hacia atrás de pronto me vi caminando de la mano con mi mamá por avenida Juárez y Madero, por los cincuenta. Mi mamá tenía una especie de itinerario que hacía tres veces a la semana. Consistía, unas veces, en ir a misa en San Francisco e invariablemente desayunar en el Sanborns de la Casa de los Azulejos. Ahí había dos mesas, que siempre estaban llenas con gente que se reunía prácticamente diario: la mesa de las comulgantas y la mesa de las comunistas.

A la mesa de las comulgantas iba la esposa de Velasco Quiñón —un huesero muy importante que operó varias veces a Frida Kahlo—, Lupita de la Arena, Carmen Velasco Cimbrón. Eran las comulgantas; iban todos los días a San Francisco, y comulgaban, y después desayunaban sus fresas con crema, sus huevos a la mexicana, sus molletes, y se quedaban platicando, muertas de la risa, y hablando de cosas de la sociedad: las últimas bodas, quién se divorció, quién va a ser el próximo presidente, las últimas movidas del tapado, de los secretarios. Temas muy de sobremesa. Hablaban más que nada de la gente, de la columna de Barrios Gómez, tal vez, que era en ese momento muy leído. También de la columna de Carlos de Negri. No necesariamente eran mujeres cultas. No habían votado, no estaban informadas; eran mujeres que no tenían oficio ni beneficio.

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Templo y convento de San Francisco, frente a Sanborn’s de los Azulejos.

Después mi mamá se cambiaba de mesa, ya cuando las comulgantas se iban a atender tareas de su casa. En la mesa de las comunistas estaban Esther Chapa, Amalia Caballero —la primera embajadora de México—, Trixi, Rosario Sansores. Eran mujeres periodistas, letradas, disidentes, militantes. Ahí mi mamá se quedaba mucho tiempo platicando, siempre viendo a la gente que entraba; conocía a todo México, y Sanborns era el lugar de encuentro. Veía, por ejemplo, entrar al licenciado Miguel Alemán; a Gómez Morín, que tenía su despacho muy cerquita; a García López, que figuraba para rector de la Universidad. Llegaban Joaquín Pérez, los hermanos Caso, Martínez Báez, escritores como Andrés Henestrosa, Agustín Yáñez, de vez en cuando Octavio Paz, Luis Spota. Sus amigas comulgantas le decían: “Ay, Lola, ¡pero qué atrevida eres! ¿Por qué le preguntaste eso al ministro? ¡Qué bárbara!”.

Yo no me quedaba en ninguna de las dos mesas, sino que me distraía. Iba a comprar chocolates, a ver revistas estadounidenses, tarjetas postales, billetes, y me quedaba horas. Algunas veces mi mamá olvidaba que yo andaba por ahí. Y se iba a Casa Vogue, que era una casa de moda muy prestigiada. O a Casa Armand, de un francés muy bien parecido que estaba detrás de una hermana mía ―mi mamá quería a fuerzas que se casara ¡con el señor de la Casa Armand!—. O al Monte de Piedad, donde aprovechaba ofertas fantásticas: collares de perlas, charolas y cubiertos de plata; ahí tenía a sus vendedores especiales, y podía quedarse mucho tiempo a ver qué lote había de cucharas, tenedores, cuchillos, charolas. Iba por ejemplo con Paco de la Granja, un anticuario muy importante y simpático que conocía todos los chismes de la ciudad. Entrar en su tienda en la calle de Bolívar era fascinante. Mi mamá platicaba muchísimo con Porrúa, que le vendía libros antiguos. “Luego te lo pago” o “te doy 20 pesos”. “Sí, Lola, llévatelo”. Le tenían mucha confianza. La quería mucho todo el mundo, porque era muy simpática, muy platicadora. Y de repente decía: “¡Qué barbaridad, ¿dónde la dejé? No, pues se quedó en Sanborns”. Yo iba siempre con la encargada de las meseras, que se llamaba Pera, que me decía: “No te preocupes, ahorita viene por ti tu mamá”.

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Libros Porrúa aún se encuentra en una casa del siglo XVIII, en República de Argentina 15.

Vivíamos en la calle de Nazas. En aquella época, se iba mucho al Centro. Mi mamá no manejaba, naturalmente. Mi papá se llevaba el coche. Íbamos al Centro a pie o en pesero. Mi mamá no tomaba tranvías. Era cosa de caminar todo Reforma. Llegabas muy rápidamente. Alameda, Santa María, San Cosme, toda esa zona era muy familiar para mi mamá, porque vivió muchos años en Santa María, donde conoció a mi papá. Yo iba con ella cuando me dejaba el camión de la escuela o cuando estaba castigada. Para mí acompañarla al Centro era todo un espectáculo; el Sanborns era un espectáculo, ir a esas tiendas, las telas. Íbamos a El Palacio de Hierro, a la joyería La Perla —de los Diener, donde trabajó el papá de Frida Kahlo—, y se quedaba hablando con Lupita de la Arena, una de las comulgantas que trabajaba ahí. “Te traje unas perlas para que las ensartes.” Tener un collar de perlas era casi una obligación. “Pero no me vayas a cobrar caro, si no le hablo ahorita al señor Diener.” “¡Ay, Lola!, pero qué cosas dices, cómo se te ocurre.” Todo era muy simpático, muy cotidiano, muy familiar, muy cálido. Así íbamos parando, como la visita de las siete casas: Casa Vogue, Casa Armand, Joyería Kent, La Perla y Paco de la Granja. Yo me sentía de vacaciones. Era un recorrido padrísimo porque veías todo. Era otro México. Todo el mundo se conocía.

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La Casa del Pavo en Motolinía 40.

La Alameda estaba muy cuidada. Mi mamá se encontraba a Teodoro Amerlink, que era dueño de la Torre Latinoamericana. Pasábamos por la galería de Alberto Misrachi, muy inteligente, de bigote, muy de los cincuenta, con el que también se quedaba horas hablando; llegué a ver colgada la pintura de la mujer de los alcatraces, de Rivera. Me acuerdo porque me llamaba la atención. Mi mamá compraba ahí unas tarjetas postales de popotillo, muy bonitas, que le mandaba a sus amigas francesas. Imagínate: frente a Bellas Artes nos tomábamos una foto. A mí me daba mucho gusto porque iba a posar. Eran fotógrafos anónimos, te daban un papelito y regresabas a recogerla. De esas fotografías llegué a reunir muchas. Ya las perdí.

Para la una de la tarde ya teníamos hambre. Terminábamos en La Casa del Pavo, en la calle de Dolores. Mi mamá se comía como seis taquitos de pavo con guacamole líquido. Comía muchos. Decía que ella curaba sus penas con la comida. Yo le decía a mi mamá: “Yo no quiero ir a La Casa del Pavo”. No se me hacía elegante comer tacos con guacamole líquido. “Yo quiero comprarme mi medianoche, mi sidralito.” A mí me gustaba un lugar que se llamaba el Sidralí, que vendía sidrales y mediasnoches. Todo era miniatura. A las mediasnoches les ponían unas salchichitas. Era muy padre. En la chocolatería Lady Baltimore me compraba un chocolate turrón. Eso sí, llegábamos tardísimo a la casa. Mi papá llegaba con muchísima hambre, y no había nada. La muchacha no había hecho nada, pero mi mamá era muy creativa. Ponía los jitomates en la licuadora, luego hacía el arroz, hacía una carne, unas salsas de pepita o de almendra o de cacahuate, que eran una delicia, y la sopa: todo en 20 minutos, y nos sentábamos a la mesa a las tres.

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