Siempre me gustó ir al Panteón. Era un plan en familia, y eso de entrada me causaba emoción porque seguramente acabaría en una comida. Venía mi abuela, que vivía en la Del Valle, y mis tíos, que también vivían en el sur, y eventualmente mis dos primas que son más chicas que yo. Juntos hacíamos la excursión hasta el Panteón Español que siempre ubiqué por la zona del Toreo. Recuerdo ir en la camioneta con mi mamá y ver unas bardas llenas de anuncios de jabones. Había una fábrica cerca y cuando aparecían los anuncios ya sabía que estábamos por llegar. Hoy, mientras trato de replicar el camino en Google Maps, me encuentro un caos vial y ni rastro de los jabones. Aunque viéndolo ahora sí identifico la fabrica de Herdez que debe haber estado ahí desde entonces (y cuya arquitectura funcional me encanta y me recuerda a muchas otras fábricas que había por la zona de Irrigación y las Presas).
En el Panteón Español estaba enterrado mi abuelo —y ahora también mi abuela—. La visita tenía algo de solemne, cuando mi abuela se ponía a rezar, justo al final. Pero antes de eso pasaban muchas cosas. Cuando le pregunto a mamá por estas visitas que me tocaron de chica ella me cuenta cómo, cuando ella y mis tíos eran niños, mi abuela los traía aquí cada domingo. Era su momento de estar con mi abuelo que murió muy joven. Dice mi mamá que era su día favorito y lo que me cuenta me recuerda a lo que yo misma recuerdo también.
A las visitas al panteón mi mamá y mis tíos llevaban flores nuevas para poner en los floreros y todo un equipo de limpieza. Mientras ellos se instalaban con agua, escoba y jabón, mi hermano y yo nos perdíamos entre las calles del panteón.
Las tumbas del Panteón Español
El cementerio era como una pequeña ciudad: con avenidas principales y callecitas secundarias. En las avenidas estaban las tumbas más grandes, algunas más grandes que una casa común. Había de dos pisos, otras de columnas clásicas con elaborados capiteles y gigantescas cruces en lo más alto. Algunas eran extravagantes, de formas complicadas y caprichosas, y otras eran sencillas lápidas con una cruz o un par de floreros que desde hacía años nadie había utilizado.
Me encantaba asomarme al interior de las más grandes. Muchas tenían mobiliario, y mejor todavía, fotos o retratos. Ponerle cara a los que ya no estaban me daba entre morbo y curiosidad. Mi segunda cosa favorita era fijarme en las fechas, y los nombres. Desde los que habían nacido hace mucho hasta los que habían muerto hace poco, de los apellidos sencillos y comunes hasta los que jamás había escuchado.
En el cementerio casi nunca había nadie más. Cuando llegábamos me acuerdo que mi mamá y mi tía se pasaban un buen rato buscando al señor que tenía las llaves y nos llevaba agua en unas cubetas. La tumba de mi abuelo era una pequeña casita, con una puerta pequeña. En su interior había un altar chiquitito y dos ángeles o santos. Aunque fuimos muchas veces nunca entré, siempre me quedé afuera. Recuerdo muy especialmente que en el suelo, donde la construcción se separaba de la tierra, había una especie de agujero que marcaba, me imagino ahora, el número de la tumba.
Cuando la tumba estaba bien limpia, y la casita había quedado reluciente, entonces volvían a meter a los santos (que también habían lavado), y ponían las flores nuevas. Entonces mi abuela rezaba. No recuerdo qué rezaba.
Un día dejamos del ir al cementerio. Mi abuela estuvo muchos años enferma y seguramente por eso dejamos de hacerlo. Cuando ella murió la enterramos ahí, junto a mi abuelo. Hace mucho que no voy a verlos. Creo que es una de las cosas que haré en cuanto pase esta contingencia.
Mi mamá y sus hermanos en la tumba de mis abuelos:
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Cosas de familia. Esta columna nació como un recurso para contar historias en época de Covid-19 —pero no tendría porque limitarse a este tiempo—. Cuando uno no puede salir a la calle a buscar historias la memoria resulta un espacio natural donde buscar recuerdos y en todos encontré algo familiar. De ahí el título de esta sección que espero pueda evolucionar más allá de la contingencia.
Contar historias de la ciudad en la infancia también tiene un efecto sobre la ciudad que uno quiere vivir y no lo sabía. Ahora que la vida regrese a una cierta “normalidad”, estos lugares, antes perdidos en la memoria, volverán a ser importantes. Hay que ir a visitarlos. La nueva ciudad será la ciudad que nos ha hecho quererla tanto.