A Guzmancito
La pandemia me hizo persona de perro, y yo solo había tenido gatos en la infancia. La idea de adoptar un cachorrito rondó nuestra mente algunas veces, pero era desechada pronto porque vivíamos en un departamento chico en la Ciudad de México y estábamos siempre fuera de casa, en la oficina. A finales del 2019, la perra Tarik de unos amigos tuvo a su camada de rodesianos, una raza sudafricana a la que le dimos la espalda. El miedo al cambio y la influencia fatalista de mi padre, que es apodado “Don Perfección”, nos contuvo: “Sería una desgracia para ustedes, tu casa, no podrán salir de viaje, lo dejarán solo diario cuando se vayan a trabajar y ladrará todo el día. Es una renta mensual carísima, acabará con tus muebles, etc., etc., etc. Una desgracia total”. (dixit)
Después, llegó la pandemia, una mudanza a un departamento más grande con terracita, y un sueño mío como anuncio del Arcángel Gabriel. Una noche mientras dormía, soné con un jardín y una cachorrita rodesiana que era mía y se llamaba Roja, fue un momento de felicidad inmensa, como holográfica. Me desperté arrepentida por haber dicho que no, y a mi pareja lo que lo convenció fue el nombre. ¿De dónde lo saqué? Es un misterio. Quizá porque en mi buró leía Autobiography of Red, de Anne Carson, y El cuento de la criada, de Margaret Atwood, una novela llena de vestimentas rojas. O tal vez sí fue uno de esos sueños premonitorios porque al poco tiempo, llegó una segunda oportunidad.
Pasaron los meses de luto colectivo y ansiedad generalizada ante la incertidumbre del Covid 19, cuando unos amigos de los amigos del dueño del macho rodesiano nos dijeron que lo iban a volver a cruzar y que nos regalaba, sin conocernos, el cachorro que le correspondía por protocolo. Esta vez dijimos sí, porque en el 2020 todo cambió: estaba diario en casa, a solas, zoombificada. Mi esposo siguió con jornada laboral normal porque su trabajo es de primera necesidad alrededor de los residuos hospitalarios, así que me comprometí a cuidarla yo.
Escogimos a la que se distinguió del resto por irse a echar debajo de la sombra, en lugar de venir a brincarnos a los pies. Hoy, Roja cumple cinco meses de llegar a un mundo de conteos globales de muertes diarias por un virus, y tres de estar con nosotros. Tenerla es todo lo contrario a una desgracia: ha sido construir poco a poco una especie de simbiosis que nos modificó mutuamente, tipo los daemons en Northern Lights, de Philip Pulman, que son una manifestación física del alma humana en forma de animales. Ha sido también un ejercicio semiótico de comunicación diaria, y cuando te entiende o responde, sientes esa alegría como la de Elliott cuando escucha decir al extraterrestre, “E.T Phone Home”. Y en automático nos hemos visto forzados a reconectarnos con nuestro barrio y vecinos. Cuando tienes perro se elimina la actitud blasé de los que habitamos las ciudades y surge un diálogo de empatías cortas a cada esquina. Muchos de los nuevos amigos de Roja en la colonia (Coco, Mole, Crepa, Totopo – nunca sabes los nombres de los dueños, solo los de las mascotas–) tienen menos de un año; “cachorros de pandemia”, los llamo. Y me pregunto si ahora las mascotas son esos seres de carne y hueso que nos salvan de la decadencia social artificial, como en la novela de Philip K Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
Por otro lado, redescubrimos los parques citadinos. Desde el Cárcamo de Dolores, en donde hay un espectáculo matutino de parvadas que vuelan de la copa de los árboles a la fuente de Tláloc de Diego Rivera, en un vaivén coreográfico como danza al dios del agua, hasta el resguardo en las sombras del Tamayo o la Plaza Madero recién abierta en Los Pinos (¿quién iba a pensar que podrías pasear a tu perro en la casa de los presidentes de México?). Y lo mismo ocurre con el cielo nocturno de la ciudad: la potencia de la luz de Orión aún sobre nuestras azoteas en la madrugada es tan abrumadora que, a esa hora cuando debería estar dormida mientras limpio ciertos desechos perrunos, me encuentro pensando en el verso de Quevedo, “letras de luz, misterios encendidos” del poema, Himno a las estrellas.
Con Roja nació también un amor acurrucado en lo cotidiano y sencillo como leer o ver la tele. Un sentido nuevo “al monótono ritmo de hace tiempo, a la vida horrenda, siempre igual y el martilleo de ideas inútiles, el interminable tormento gris en medio del espectáculo del mundo siempre igual”, como decía Pavese. La confrontación con el desorden, la convivencia escatológica, las mordidas, las desmañanadas y la intensa destrucción de objetos al inicio, se disolvió en un hábito benéfico del cuidado de otro ser. “Es una libertad más importante: la de poner atención a lo que está pasando frente a uno”, como me dijo otro buen amigo que perdió a su perro recientemente tras diez años de estar juntos, una especie de amputación que ahora comprendo.
Tener perro me lanzó afuera del encierro, de mí misma y del día tras día de la vida adulta hacia las maravillas minúsculas. Era lo que me hacía falta.
.