La calle Iztaccihuatl, en la colonia Adolfo Ruiz Cortines, baja como un caminito de lava. Es porque por allí pasaron los ríos incandescentes del volcán Xitle, que dejaron el terreno pedregoso a su paso. En esa misma callecita, hay un peñasco que es especial entre los otros: es de unos cinco metros de altura, sobre una base de ladrillo y cemento pintado de verde y amarillo. Le rodean unos postes de seguridad algo abatidos y una reja bajita, más bien simbólica. De la piedra volcánica, porosa y realmente oscura, crecen unos zacatitos como parches. En la cima se alcanzan a ver una cruz y una suerte de villita a escala, formada de casas, caminos empedrados y una iglesia. Esto es el Monumento a la Piedra, un peñasco de piedra volcánica enclavado en la vida de este barrio.
Es raro llegar a la piedra por casualidad. Pero así nos pasó un día que tomábamos fotos cerca. Unos vecinos nos contaron de la existencia de este monumento, pero no nos dieron mucho más contexto. Por un rato, asumimos que lo que explica la placa empotrada al centro, firmada por el jefe delegacional el 25 de septiembre de 2011, es todo lo que hay que saber de este peñasco. Pero detrás hay algo más de historia y aquí les contaremos un poco, gracias a las investigaciones de Hugo José Suárez, un sociólogo de la UNAM (quién también llegó por casualidad).
El peñasco siempre ha estado allí (como cuando uno mira de frente una montaña y sabe que siempre ha estado allí). Fue un vecino llamado Don Lupe quien tuvo la idea de hacer la villita, poner la cruz en la cima y volver este un espacio de devoción para la comunidad. Unos grafiteros pintaron a la Virgen de Guadalupe y otros santos y todo esto se hizo por dos razones: porque el rincón donde se encontraba se estaba volviendo un basurero, y porque la devoción la compartía con muchos otros del barrio, quienes no tardaron en comprometerse con la causa.
Este altar luego se convertiría en un monumento.
El monumento
Mientras aquello sucedía, otro vecino como de unos 80 años, conocido como Don Chema, estuvo en una agotadora lucha burocrática que seguía otra causa. Don Chema sostenía que este peñasco habría de convertirse, oficialmente, en un monumento a sus colonos. Y que el gobierno debía intervenir. Desde 1997, el señor mandó cartas a la Delegación Coyoacán, pidiendo que colaborara con materiales para poner un jardincito, luz y limpieza. De esta manera, el monumento cumpliría su función de recordar: las nuevas generaciones sabrían lo que le costó a sus antecesores habitar esta zona tan inhóspita. Una empresa nada fácil, pues como se sabe y como se lee en el texto, “estas colonias no fueron fraccionamientos, eran puras cuevas pedregosas, nos costó mucho a nosotros”.
Tuvieron que pasar 14 años para que la delegación atendiera el caso, pese a la persistencia de Don Chema. Y finalmente, el 25 de septiembre de 2011, inauguraron el monumento, que ya lucía distinto: le construyeron una base y pintaron la piedra volcánica de negro, para borrar las imágenes religiosas y otorgarle aspecto de monumento, y en el centro empotraron una placa color cobre que el Jefe Delegacional develó aquel día, y leyeron el texto, que con gerundios y adjetivos grandilocuentes explica la historia del territorio. Hubo tacos y fiesta.
Diez años después, el peñasco sigue allí (con la persistencia de una roca o un monumento) y caminando por allí, uno puede adivinar al menos una cosa: que la delegación abandonó la causa.
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Referencia
Vida y muerte de un peñasco: El monumento a la piedra de Hugo José Suárez.