Alguna vez llamada la Hacienda de los Morales, Polanco es una especie de título que un puñado de colonias del poniente se disputan entre sí. En 1986, la madrina no oficial de la zona, Guadalupe Loaeza, describió a Polanco como “lo elegante, lo sofisticado, lo exclusivo, lo diferente, pero sobre todo, lo residencial”. Lo cierto es que Polanco no es ajena a escenas de fuertes contrastes: Ferraris próximos a bicicletas surtidoras de tacos de canasta, tiendas de uniformes para trabajadoras del hogar y espacios de operaciones de los lords y las ladies. A pesar de ellos, su envidiable equipamiento urbano y una agradable interconexión de parques hacen de Polanco una de las zonas más estimadas de la capital.
Comenzando de arriba a abajo, las torres gemelas Residencial del Bosque 1 y 2, del argentino César Pelli, representan el rostro del boom constructivo de Polanco durante la primera mitad de los noventa. Sobre Emilio Castelar se encuentra el Parque Lincoln, vestigio de la estética californiana evidente en las tejas de barro, los muros blancos y la estima por lo verde. Antes conocido como el Parque del Reloj, continúa siendo una magnífica alternativa a la gentrificación perruna de otros parques en la ciudad. Sería un despropósito enumerar las boutiques de marcas de lujo que están sobre Masaryk, pero el Studio Rizzoli, de la afamada editorial italiana que está sobre Newton 35, merece una mención. ¿Qué sería de la arquitectura sin los coffee table books para adornarse a sí misma?
En Polanco sobran edificios encantadores: el desperdiciado Teatro Ángela Peralta, obra del paladín del decó mexa Enrique Aragón Echegaray, se construyó en 1939 e incluye una concha acústica que copia el emplazamiento del Hollywood Bowl. Del lado de la colonia Anzures, el Hotel Camino Real es quizás la obra cumbre del arquitecto Ricardo Legorreta, en la que se consumarían sus deseos por ofrecer un diseño holístico que incorpora escultura, paisajismo, interiorismo y todo el pulso de lo que se ha etiquetado como moderno y mexicano. La tienda Lumen Polanco, de Antonio Attolini Lack, con su deliciosa perforación circular en la fachada, es un caramelito posmoderno de los que hay pocos en México. La Iglesia de Nuestra Señora de la Paz, de Ernesto Gómez Gallardo y Ricardo de Robina, con su planta circular, estructura de concreto en forma de estrella y bóveda de ladrillo, tiene el hechizo peculiar de las primeras aproximaciones mexicanas al brutalismo.
También está la Sinagoga Maguen David, sede de la comunidad judía de origen sirio desde 1965, obra del ingeniero David Serur y de Arturo Pani, mientras que el vitral y el escudo de piedra, suspendidos entre las dos columnas de su acceso, son obra de Mathias Goeritz. O el Liceo Franco Mexicano, de Vladimir Kaspé, que en un gesto poco común en la arquitectura local cede su esquina como recibidor. A pesar de los años, el edificio de Seguros Monterrey, de Enrique de la Mora, suspendido sobre dos gigantescos pilones de concreto y con su remate en curva catenaria, sigue atrayendo miradas.
A Plaza Carso y los edificios de su periferia, es preferible sólo mencionarlos que enaltecerlos. Al contrario, difíciles de negar son el Museo Soumaya de FR-EE—el edificio más instagrameado de toda la ciudad—y el Museo Jumex, de David Chipperfield, con estrellita en la frente.