El DF que extrañamos es una serie de textos publicados originalmente en dF con Historia (2010), de la colección Guías dF por Travesías, que ahora es Local.mx. En la serie 11 escritores capitalinos –nacidos aquí o adoptados con cariño y méritos– nos respondieron una misma pregunta: ¿Qué recuerdas con más cariño de la ciudad de México que ya no existe? 

Eduardo Casar recuerda todas las colonias que caminó y vivió.

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Me piden que escriba algo sobre mi lugar favorito de la ciudad de México, en la que he vivido toda mi vida. Reflexiono, me reflexiono, reflexiono las rodillas que me han llevado, engranándose y desengranándose por diversos rumbos, y caigo en cuenta de que no tengo un lugar favorito, un rinconcito que haya dejado abandonado y al que vuelva para lamerme las heridas. Ya más reflexionado me viene la certeza de que el lugar que más me gusta es donde estoy viviendo, no donde estoy viviendo ahora —aunque también—, sino donde he vivido cada vez que he vivido. Pasé mis primeros cuatro años en los altos de una casa de la Calzada de Tlalpan, exactamente a la altura del metro Ermita, donde hoy está un hotel Holiday Inn que antes se llamó Cibeles. Me acuerdo de mí asomándome al balcón y jugando con mis hermanos a adivinar a los cuántos coches ya vendría el de mi tío, cuando nos acompañaba de vacaciones a Acapulco. O sea que circulaban tan pocos coches que unos niños de cuatro años podían contarlos. Recuerdo la precaución minuciosa con que cruzábamos el amplio camellón que dividía la avenida para que no se nos fuera a atorar un pie en las vías del tranvía a Xochimilco.

Luego nos mudamos a la colonia Sinatel, famosa porque los taxistas no la conocían; su nombre viene de Sindicato Nacional de Telefonistas. La calle era Sur 73. Yo quería que la casa tuviera escaleras, mis hermanos que tuviera patio, y tenía escaleras y patio. Los zopilotes sobrevolaban el patio, y yo me acostaba a hacerme el muerto, con una espada en la mano, esperando para matar al zopilote que bajara a comerse mi cadáver. Muchos años después, cuando me puse literario, y ávido, y objeto de una sed tremenda, me fui a vivir al cuarto de la azotea, al que regresé al menos en dos ocasiones. Ahí se fue formando lentamente mi propia biblioteca. Luego viví en la colonia El Retoño, unos meses. Y luego en la Escuadrón 201. Aprovechaba el mercado de la 200, que me quedaba cerca. Fui conociendo las tiendas, las grietas del pavimento, el expendio de petróleo que quedaba enfrente de mi casa. En esas banquetas aprendió a caminar mi hija. Luego me trasladé a la colonia Unidad Modelo, donde me volví —me volvieron— plomero y carpintero bajo la dirección de un sabio maestro. Luego fui a darme a Colinas del Sur, junto a la barranca. Sentía que había llegado muy lejos: la ciudad quedaba abajo y en el fondo de la barranca pasaba un riachuelo. A esta colonia, a estas colinas, regresé en otra ocasión, sin coche y sin teléfono, pero siempre muy atento. Me llevé mi vida a otras muchas partes, pero ya no voy a contarlas —aunque fueron Torres de Mixcoac, la calle de Sonora y Pablo Ucello, cerca de la Plaza México—, sino a situarme en el presente.

Actualmente vivo en la Condesa. Cuando me preguntan por qué, les respondo que porque en la Marquesa hacía mucho frío. Como en las otras colonias, lo mejor que tiene ésta es caminarla. Lo mejor de los libros es leerlos. Caminar una ciudad es irla leyendo, encontrarse con personajes conocidos y desconocidos. Verse en los demás, asombrarse con un acuario que aparece en una esquina, con las tortugas que sacan a asolear enfrente de un salón de belleza. Leer es leerse a uno. Cuando viajo lo que más me sorprende es que viva gente en lugares remotos, que alguien se enamore en Riga, Madurai o Villaflores, y que viva ahí, que despierte y bostece y salga por el pan, y se enferme y se duerma. Y regresar a mi lugar, ver la calle, la vista, el escritorio, mis plumas o la camisa que me gusta tanto me da tal sensación de fortaleza, belleza y coherencia.

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