En el cruce de las avenidas Revolución y Jalisco, del antiguo barrio de San José de Tacubaya, el Edificio Ermita permanece como un fósil de nuestras primeras aspiraciones modernas —el Times Square mexicano, dirán algunos por ahí, con un tono entre sarcasmo y lamento—. El Ermita es un monumento a la batalla imaginaria contra el subdesarrollo, la misma en la que se embarcaron los conquistadores españoles, cuando pensaron que al rellenar los antiguos canales de la gran Tenochtitlan con arena y tierra —que se mandó traer también de Tacubaya— se resolvía algo. Es una batalla en la que seguimos embarcados incluso hoy, sin saber muy bien por qué.
En 1931, cuando Juan Segura proyectó el Edificio Ermita sobre la espectacular propiedad de los Mier y Pesado (apodada “el triángulo de Tacubaya”), lo concibió como un símbolo de modernidad y posibilidad, uno de nuestros primeros rascacielos, entre rancherías y fincas coloniales convertidas en mansiones de fin de semana por los Mier y otras familias ilustres, como los Teresa, los Escandón o el conde de la Cortina, cuando por avenida Revolución pasaban todavía más burros que automóviles. (De aquella época quedan el Parque Lira, con su a la vez triste y triunfal arco de entrada, y la alucinante Casa de la Bola, que el coleccionista y anticuario Antonio Haghenbeck y de la Lama decidió abrir al público, convertida en museo de artes decorativas, poco antes de morir en 1991.) El Ermita era decididamente otra cosa: con sus comercios en fachadas laterales, departamentos de distintos tamaños en los niveles superiores y la planta triangular convertida en un teatro-cine —El Hipódromo—, fue en su día una obra radical y visionaria.
Hoy, rodeado por cafés de chinos de 24 horas, diners con vajilla de melamina, parques de bolsillo abandonados, zapaterías low cost y puestos de tacos, funciona más como testamento de todo lo que esta ciudad nunca pudo ser. Quizá por eso aún se siente fuera de escala comparado con las construcciones circundantes, bajitas y sin chiste, que refuerzan la ilusión óptica de un sobreviviente fortuito de una era perdida. (Aunque pronto habrá en la contraesquina de Benjamín Franklin y José Vasconcelos un monstruo de usos mixtos y, justo en el terreno contiguo, sobre los restos del elegante Cine Ermita de Sordo Madaleno, demolido sin previo aviso de la noche a la mañana, otro mediocre desarrollo en alto, de ventanas espejadas.)
Otras rarezas arquitectónicas de la época son el Conjunto Isabel, del mismo Segura —un remanso de rentas congeladas, con casitas art déco alineadas frente a un patio ajardinado—, o el Edificio Martí, de Francisco J. Serrano, en la vecina colonia Escandón, cuyo diseño contempló amplios jardines abiertos en la planta baja, por donde podían pasearse los vecinos y que desafortunadamente se encuentran tapiados y privatizados. En Agrarismo y José Martí todavía se distingue algo del proyecto original para el Edificio Bretón, del arquitecto Enrique Yáñez. Como el Ermita, estos edificios procuraban ceñirse a la modernidad, pero también refugiarse de la masa inestable de la vida de calle. Parece que esta tensión es muy propia de Tacubaya, un lugar donde esa batalla modernizadora de la que hablábamos adquirió quizá sus rasgos más poéticos, debatiéndose en tensión permanente entre tradición y modernidad, entre lo local y lo internacional, lo íntimo y lo público, lo individual y lo colectivo, lo racional y lo emocional. No debería extrañarnos encontrar en estos rumbos el lugar de peregrinaje arquitectónico más sagrado de toda la ciudad: la Casa Luis Barragán.
En 1939, Luis Barragán adquirió varios terrenos sobre la calle General Francisco Ramírez, que llegaban hasta la Calzada de los Madereros (hoy avenida Constituyentes), y diseñó ahí cuatro jardines particulares. Remodeló entre 1940 y 1943 la Casa Ortega, donde vivió mientras construía y se mudaba a su propia casa-estudio, en 1948, en la que vivió hasta su muerte en 1988. Como dice una picaresca composición dedicada a él de su entrañable amigo, el pintor Chucho Reyes:
Si quieres casa bonita / don Luisito Barragán arquitecto.
Si consideramos que la Casa Luis Barragán fue declarada hace algunos años Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, el chiste se queda corto. La casa ubicada en General Francisco Ramírez números 12-14 es una obra excepcional, la culminación de una modernidad estilizada, destilada, amañada y por completo internalizada: austera pero sensual, pesada pero diáfana, introvertida pero exhibicionista, severa pero colorida, como dice Fernando González Gortázar, “de estrecheces y amplitudes, claridades y penumbras”, como la vida misma.
Barragán intentaría repetir el ejercicio varias décadas más tarde, a unos cuantos metros de ahí, en su Casa Gilardi, de 1976. En ella sobresalen el patio construido alrededor de una enorme jacaranda y la espectacular piscina interior que ha sido escenario de películas, intervenciones de artistas contemporáneos y hasta de un video musical de Thalía. La presencia de Barragán dejó una huella palpable en el área, que atrae desde aquella época a otros arquitectos hasta esta zona campirana vuelta barrio popular, violentado por ejes y circuitos viales. Enrique del Moral construyó su propia casa en el número 5 de la misma calle Francisco Ramírez (hoy, la galería Labor) y Diego Villaseñor tuvo su taller en el número 11. Dos inusuales casas del casi desconocido Arturo Chávez Paz ocupan los números 13 y 4 —esta última restaurada por Fernando Romero para albergar el Archivo Diseño y Arquitectura—.
En fechas más recientes se construyó en General Francisco Ramírez 43 un modesto pero notablemente bien logrado edificio de estudios-departamentos, de Juan Carral. Finalmente, de acuerdo con el proyecto original del maestro tapatío, acaban de restaurarse uno de los jardines y el taller del propio Barragán, bajo el mando de Alberto Kalach, quien cerca de ahí ha realizado un par de proyectos memorables, como la galería kurimanzutto o la Torre 41, donde tiene su despacho.