En el centro la vida cotidiana no se hinca ante la historia; el pasado no es motivo de asombro ni alabanza, sino que se confunde, se adapta y se somete al presente. Su arquitectura es producto de ciclos permanentes de olvido, decadencia y, luego, de recuperación nostálgica: al lado del historicismo cursi de un edificio del siglo XVII, reconvertido en Sanborns —como el de la antigua casa de los Condes de Xala—, podemos encontrar un edificio funcionalista partido a la mitad por una grieta, ocupado de manera improvisada como showroom de vestidos de noche o buffet chino todo-lo-que-pueda-comer. Sobre los restos de edificios que se derrumbaron en 1985 —o si no, que desaparecieron debido al rescate del Centro Histórico hace ya casi 20 años— se alzan, sin pensarlo dos veces, torres nuevas de oficinas o departamentos. Por ejemplo, el Hotel Bamer —de los pocos de avenida Juárez que sobrevivieron al temblor, pero no a la ferocidad inmobiliaria—, parece apenas un fantasma de lo que fue, con su triste fachada y cancelería toda blanca, en lugar de alfombras lanudas, muebles empotrados de Arturo Pani o mambos resonando en la discoteca Bamerette.
A menos que seas el Palacio de Bellas Artes o el Palacio de Correos, si eres un edificio en el Centro Histórico de la Ciudad de México —sobre todo de menos de 100 años— estás en riesgo permanente. ¿A quién le importan las viejas vitrinas y librerías de 5 de Mayo, 16 de Septiembre o 20 de Noviembre, esas que había antes de las acertadísimas intervenciones peatonales de la Autoridad del Espacio Público? ¿Quién se acuerda del acuario del piso 38 de la Torre Latinoamericana? ¿Quién de los booths color coral del Café Continental? ¿Quién salvará al Teatro Fru Fru y sus plafones dorados con retratos de Valentino, Sara Bernhardt y La Tigresa? ¿Quién se acuerda que donde está hoy el Mercado Pino Suárez se alzaron y derrumbaron las tres torres del antiguo Conjunto Pino Suárez? ¿Quién extraña la gran sala del Cine Teresa, con sus alegorías grecorromanas y su mural de las luminarias femeninas de la época de oro del cine mexicano? ¿Quién sabe algo del oscuro pasado de la Plaza Tlaxcoaque, con su inocente fuente iluminada con leds de colores? ¿Quién se acuerda de la habitación donde durmió Rock Hudson cuando se hospedó en el Hotel Virreyes? ¿O de la fachada wafleada verde del Viana de Eje Central e Izazaga, que tan bien combinaba con la lámina arcoíris del vecino Butterfly’s? ¿Quién está contando cuántas piqueras revestidas de azulejo, o bares para ejecutivos con sus paredes de mármol gris y alfombras color vino desaparecen por año, junto con las viejas tiendas de discos LP en Juárez y Aldaco, las boneterías y tiendas de ropa interior masculina, las bodegas de importaciones asiáticas, los bares de ficheras bañados en una luz roja que pareciera eterna?
Nadie.
Lo cierto es que la indiferencia hacia nuestro entorno, esa virtud de la arquitectura por pasar desapercibida —como entendía Walter Benjamin— es a veces lo que la salva. Quizás la insensibilidad vitalista sea el distintivo de la arquitectura en la Ciudad de México, la forma en que diseñamos y construimos (o destruimos) nuestro entorno, nuestra auténtica marca de ciudad. Así, permanecen por accidente la antiquísima casa del número 25 de la Calle de Manzanares, en La Merced —dicen que es la más antigua que sigue en pie en toda la ciudad—,o sin que nadie voltee a ver la cabeza de serpiente asomándose de la fachada que se instaló como toque decorativo en el antiguo Palacio de los Condes de Calimaya, hoy Museo de la Ciudad.
Tampoco nadie se detiene frente a los relieves de Jesús F. Contreras, que alguna vez adornaron el Palacio Azteca en la Exposición Universal de París, en 1889, y que ahora descansan en el Jardín de la Triple Alianza (mientras que otros adornan el Monumento a la Raza, ese milhojas cósmico del nacionalismo indigenista que también incorporó al águila devorando la serpiente que debía coronar el Palacio Legislativo porfiriano, transformado después en Monumento a la Revolución). Por la puerta de la Sinagoga Justo Sierra o la sobrecogedora sala de fundición del Museo Numismático Nacional —la antigua Casa de Moneda— se aventuran apenas unos cuantos, que en medio del mar de gente que transita por ahí, es nada. Nadie hace caso tampoco al Edificio San Jorge, de Juan Segura, que aun en estado ruinoso cautiva, o las viviendas de interés social de Brasil 75, frente a la tranquila Plaza de Santa Catarina, quizás uno de los proyectos más sensibles y sugerentes de Enrique Norten.
En el centro, de una forma extraña, la violencia física del modernismo hace eco de la violencia fundacional de la Conquista, y tal vez por eso se acepta como orden natural de las cosas, por viejo y conocido. Por eso mismo, José Villagrán pudo construir su Hospital de Jesús Nazareno sobre los restos de un lazareto del siglo xvi, que forró con una mole de concreto y ventanales. Ahí el high-tech noventero es un anacronismo delicioso que comparte las ambiciones excesivas del barroco. En el Ex Teresa Arte Actual, de Luis Vicente Flores, ambos mundos chocan y se funden felizmente. Bajo las cubiertas acrobáticas de Félix Candela, en las estaciones del metro San Lázaro y Candelaria, siguen transitando día con día miles de personas, sin más. Eje Central —antes Niño Perdido— y sus alrededores esconden algunos ejemplos exquisitos de arquitectura decó que se desmoronan (El Cosmos, El Victoria), o joyitas contemporáneas, como el Edificio y estación de metro San Juan de Letrán, de Alberto Kalach.
Lo cierto es que en el centro, la arquitectura monumental y con pretensiones heroicas —ya colonial, ya moderna— se rinde a la arquitectura súbita de los tianguis y puestos que se derraman sobre la calle, desbordando flores y lianas y mariposas de plástico, camisetas de animal print, panties, paraguas, mochilas de Hello Kitty, relojes de muñeca, joyería de fantasía y discos mp3.
La tensión crispante entre la memoria y la amnesia colectivas se cristalizan, como en ninguna otra parte de la ciudad, en la arquitectura del Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco. No tanto en el afectado y engañoso jingle arquitectónico de la Plaza de las Tres Culturas —como si siglos de conflicto y choque pudieran aplacarse tranquilamente en el mismo espacio sin sacudir energías cósmicas— sino porque en estos edificios justamente se lee el paso despiadado del tiempo, por los ecos de desplazamientos y matanzas, sacudidas de tierra y abandonos, falsas promesas de bienestar, justicia y modernidad, palpables en el concreto. Y aun así, aquí también hay motivo de optimismo debido a iniciativas de reapreciación crítica, como el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, que con su programación alternativa enfocada en revivir memorias y la dramática intervención luminosa de Thomas Glassford, Xipe Tótec, inspira algo remotamente parecido a la esperanza.
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Texto de Mario Ballesteros para LOCAL, Edición especial de arquitectura, Travesías Media, 2016.