En una ciudad tan grande y cosmopolita como la nuestra, pocos son los lugares en los que aún se puede disfrutar de esa serena atmósfera de barrio que tanto enorgullece a los capitalinos. La colonia San Pedro de los Pinos, en el centro poniente de la CDMX, es uno de esos atípicos reductos en donde la urbanización todavía convive en armonía con la tradición.
En efecto, antes había una zona boscosa nutrida por pinos y, también, un templo en honor a San Pedro. Así de transparente es la historia de esta singular demarcación. Junto con la San Rafael y Clavería, San Pedro de los Pinos es una de las colonias más antiguas de toda la Ciudad de México. Aunque su historia propiamente dicha se empezó a escribir durante los primeros años del siglo XX, el descubrimiento de asentamientos prehispánicos como la Zona Arqueológica de Mixcoac, en donde los teotihuacanos adoraban al Dios de la Guerra Mixcoatl hace unos 500 años, dan fe de los primeros pobladores del área.
Ya en el periodo posterior a la Conquista, el amplio terreno rural sirvió para instalar algunos obrajes, rancherías y haciendas. La intención de la sociedad novohispana era aprovechar absolutamente todos los recursos de la región y no solo los del Centro, con sus vetustas construcciones virreinales, que ya les empezaban a parecer anticuadas. En cambio, para llegar a otras localidades como Mixcoac, San Ángel o Tacubaya, los viajeros tenían que atravesar la Garita de San Pedro y, en el camino, disfrutaban de extraordinarios paisajes con secciones de bosques de pino.
Poco a poco la reputación del lugar fue creciendo y se consolidó cuando los frailes dominicos levantaron una ermita en honor a San Pedro, a un costado de la garita. El tándem de estos dos elementos claves, los pinos y la iglesia, inspiraron el nombre de la colonia que conocemos hoy en día.
Avanzamos a la era del México independiente. Por su belleza y cercanía con otros poblados, San Pedro de los Pinos se perfiló como uno de los sitios de descanso favoritos de la clase acomodada, con sus palacetes y quintas de verano. Los Ranchos de San Pedro y Santa Teresa, por ejemplo, estaban en lo que hoy conocemos como la Unidad 8 de agosto. Para 1886 ya se habían delimitado alrededor de 20 manzanas y, en 1900, la incipiente colonia por fin comenzó a poblarse. Su traza urbanística exhibe una retícula ortogonal en donde predominan las líneas rectas, formando cuadrículas que ofrecen una sensación de orden y pulcritud.
Después estalló la Revolución y el caos hizo que la aristocracia abandonara San Pedro de los Pinos, cediéndole el terreno a la clase media mexicana. Los palacetes fueron sustituidos por casas de un solo nivel y, más tarde, por edificios de mediana altura. También se instalaron algunas fábricas, como la Cementera Tolteca, que terminaron por afianzar la urbanización del emplazamiento.
Arquitectónicamente hablando estamos frente a uno de los barrios más versátiles que hay pues, considerando su vasta historia, podemos encontrar desde ruinas precolombinas y fachadas coloniales, hasta construcciones eclécticas y contemporáneas. El lugar definitivo en donde el pasado y el presente convergen ante nuestros ojos.
La mejor manera de disfrutar de San Pedro de los Pinos es dando un recorrido a pie. Los que han vivido ahí toda su vida sienten un profundo apego por sus angostas calles, camellones arbolados y construcciones de época. Cuenta con dos grandes parques públicos, el Pombo y el Miramar, este último, famoso por vincular estrechamente a los locatarios. En la década de los cincuenta, un vecino donó 2 televisiones que colgó de los árboles para que todos pudieran disfrutar de lo que, en aquel momento, era considerado un lujo. Los televisores ya no están, pero lo que sí permanece intacto es ese sentimiento de camaradería y fraternidad.