Abrió hace poquito en la Juárez un lugar que se llama Sete. Para describirlo no basta decir que es un bar de buenos vinos, o un speakeasy o un local de tapas; es una coreografía de cosas que te conquistan como si vivieras un pequeño romance. Por una parte está el vino (7 botellas para escoger, y ahora explicamos por qué 7), la barra de mármol verde, la pared pintada con baba de nopal, el prosciutto y el negroni, y por el otro está el hecho de que esta era la casa y estudio del del querido arquitecto José Villagrán.
En italiano, sete significa “sed”, pero se pronuncia igual que “siete”, así que hay mucho de estas dos ideas en la dinámica del bar. Es, por lo demás, un lugar elegante y casi inverosímil escondido a un lado de la fachada imponente de la Secretaría de Salud, en la colonia Juárez.
Los 7 vinos de Sete
En la parte de debajo de Sete hay una barra de mármol verde (que combina con las paredes verdes), y afuera unas mesitas en la calle. En este primer nivel se toma vino, exclusivamente. TIenen 7 botellas de vino que van rotando semanalmente. Todas (todas) son verdaderamente ricas, seleccionadas por los socios –bon vivants en el mejor de los sentidos– y te las sirven en “cuartino” (jarras de 250 ml), copa o botella. Todos los días hay 7 tapas también, y nosotros probamos 3 que no tienen parangón. El prosciutto, no olviden probar el prosciutto.
Los negronis y el estudio de Villagrán
Arriba del winebar hay un diminuto espacio al que llegas por unas escaleras angostas que sepentean al primer nivel: es el estudio de José Villagrán, tal como lo dejó, con todo y algunos de sus libros. Aquí no caben más de 9 personas, y sirven uno de los mejores negronis que hemos probado. El barista es italiano, y algo tienen sus cocteles que se sienten cremosos, acogedores, igual que el espacio. En el estudio sirven, claramente, 7 tipos de cocteles, todos con esa cualidad confortable del negroni. Aquí se escucha gipsy jazz para nunca querer irse. Y a pesar de que el espacio es pequeño, el techo es alto y la ventana abarca esa altura, como les gustaba a los arquitectos de la época… Que sabían estar encerrados y al mismo tiempo, siempre, tener hacia dónde mirar.
El Sete sí es como un romance en miniatura y todo es rico allí.
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