Cuando me dijeron que subiría al templo más alto del mundo pensé que tendría que ir a Nepal o el Tíbet a algún monasterio tallado sobre la roca. Pero no. El templo más alto del mundo está en México. Está, de hecho, a una hora de la Ciudad de México: el Monte Tláloc, un adoratorio al dios de la lluvia a 4,120 metros sobre el nivel del mar.
Es cierto: quizá exista algún cuartito de oración en algún rincón del mundo que esté un poco más alto. Pero un templo, una zona arqueológica de más de cuatro mil metros cuadrados, sólo en este monte de la Sierra Nevada, ubicado en el municipio de Texcoco, Estado de México.
Iniciamos la caminata a las 5 de la mañana. En mi caso, tuve la oportunidad de subir al Monte Tláloc con una compañía espectacular: Azucena Cisneros, entonces coordinadora de cultura del ayuntamiento de Texcoco, el poeta nahuahablante Natalio Hernández, y el equipo de Víctor Arribalzaga, el jefe de los arqueólogos de montaña que estudian y restauran la zona arqueológica.
Vamos al adoratorio a Tláloc, un templo tan importante para los aztecas que, cada año, el tlatoani subía a la montaña acompañado de los jefes de Texcoco y Culhuacán. Caminaban por una calzada de 150 metros amurallada con cantera que los conducía a un adoratorio. Ahí ataviaban una estatua de Tláloc con tocados y brazaletes. Antes de que lo destruyeran los conquistadores, el Monte Tláloc era uno de los recintos religiosos más importantes de Mesoamérica.
–Hay coyotes –me dice el guía mientras alumbra con una lámpara.
Le pregunto cómo sabe. Me enseña el excremento a la mitad del camino: parece caca de perro pero tiene pelos.
–Son pelos de conejo. Se los comen con todo y piel.
Ascendemos y el paisaje cambia: durante las primeras horas hay pinos, flores amarillas. Poco a poco se acaban los árboles y las flores se transforman. Ya no son suaves y coloridas: son rígidas, grises y espinosas como cactáceas. Antes de la última subida el guía saca de su mochila un mechero y calienta chocolate. Si alguien quiere hacer pipí que lo haga ahora porque hacia arriba el lugar es sagrado.
Estamos cansados. Hemos caminado unas cuatro horas a más de tres mil metros sobre el nivel del mar, forrados de chamarras. Me da envidia Natalio Hernández: lleva una chaqueta ligera y se ve el más entero de todos. Apenas llegamos a la cima y entiendo su entereza. Natalio Hernández ha venido a celebrar una ceremonia al dios Tláloc. Entona cantos en náhuatl, acomoda una ofrenda, prende incienso. De repente todos participamos en la ceremonia al dios de la lluvia. Desde lo alto, hacia el poniente, miramos la Ciudad de México; al oriente, los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl y, más lejos, el Pico de Orizaba.
Termina la ceremonia, nos relajamos un rato. Cada vez hace más frío y cada vez se nubla más. Por fin, a las 12 del día cae un chubasco. La ceremonia a Tláloc ha dado frutos. Tomamos aire y preparamos la caminata para descender del templo más alto del mundo.