En vez de escuchar flautitas orientales new age, escucho canciones de salsa y los anuncios de las promociones de este recinto dedicado a la belleza. En vez de estar en una cabina privada, me encuentro en el vestíbulo del pequeño centro comercial entre otras mujeres vanidosas y demás transeúntes. Los comunes aromas de aceites terapéuticos de repente son opacados por el olor a garnacha que se cuela de la calle. Mi amiga y yo estamos en una isla dedicada a tratamientos faciales. Una careta de LEDs multicolores cubre nuestras caras en pleno tratamiento.
1. Tratamientos faciales
Desde mi primera visita, esta máscara fue el anzuelo que llamó mi atención. Yo quiero que me hagan eso. Punto. Pero la vez pasada gasté mi presupuesto antes de tiempo y ya no alcanzaba a cubrir los 400 pesos del facial básico. (Recomendación: lleva billetes porque entre cosita y cosita se esfuman.)
He recibido faciales más básicos en lugares más “monos”: aquí me hicieron una limpieza, extracción de puntos negros, aplicación de mascarilla –de esas coreanas que están de moda que parecen máscaras y tienen efecto hidratante–, una mascarilla para labios (como la que mencioné en el artículo de “Hallazgos de la Merced”) y unos parches para desinflamar las ojeras.
Ahora me atiende Alicia, quien es química de profesión, graduada por la UNAM. Llegó a la Plaza Atarazanas (o Plaza de la Belleza) a hacer faciales después de que las circunstancias económicas y un divorcio le revelaron que, aunque trabajara en Philip Morris, “nunca dejaría de ser una empleada más”. Ahora descubrió el redituable mundo de la cosmetología, aunque me confiesa que tuvo que aprender a ser vendedora. Lleva un año haciéndolo y en este poco tiempo ya se ganó el espacio en la plaza.
Mientras me explica qué me hace, aclara las dudas de curiosos, también intrigados por el tratamiento. Alicia tiene dos chambas: antes de empezar con los faciales, desde muy temprano hace labores burocráticas en el Hospital Español. Y en la plaza abre el negocio a las 10 de la mañana.
2. Nail art
Justo al salir del centro comercial está una plaza junto al Claustro de la Merced. Un tianguis con todo para el arte de las uñas y los puestos retacados de manos de plástico que muestran el vasto catálogo de estilos que ahí mismo te pueden hacer. No me atreví a ponerme las uñas de acrílico que tanta curiosidad me dan, pero después de debatir entre un gelish con efecto cromado o de holograma, escogí el segundo.
A Eli le tocaron mis manos. Ella vive justo del otro lado de la calle y lleva 12 años en el oficio de las uñas. Mientras se pone en acción me cuenta cómo ya después de tanto tiempo, por su hijo y con el pesar de muchas clientas, sólo el domingo deja de trabajar. Aún no considera jubilarse, pero el tiempo extra lo está considerando para viajar. También le gustaría abrir su propio salón, pero cómo hacerle para que toda su clientela acostumbrada a encontrarla aquí, acuda al nuevo destino. Mejor acá.
Toda la diamantina atrapada en el acrílico de las uñas de Eli me tiene hipnotizada. Le parecen simpáticas mis preguntas de cómo es la vida con semejante longitud. La conclusión, que aplica para la vida es que “a todo te acostumbras”.
Ella, tanto como jefa de familia y del negocio, pone el orden. Mientras trabaja con mis uñas, supervisa a su mamá que está haciendo por primera vez, en las uñas de mi amiga, el efecto holograma. “Les pongo retos”, me comenta, “para que cuando yo no esté ellas sepan hacer de todo”. Alguna de las chicas les hacen las uñas y Eli les alza la barra conforme superan sus misiones: doble acrílico, encapsulado, diseños complicados…
Un buen plan
Con la cara rehidratada, los ojos notablemente deshinchados y el sol destellando en nuestras uñas, mi amiga y yo queremos cerrar con broche de oro. Regresamos caminando en contrasentido por la calle de Manzanares, ésta se convierte en Venustiano Carranza hasta llegar al número 148, donde está el restaurante El Ehden. Y, mientras comemos delicias libanesas, ambas reafirmamos: Tenemos que volver.