Imaginemos la escena: una mañana cualquiera, gracias a la omnipresente prisa, uno de los muchos oficinistas que frecuentan el Centro Histórico comenzó su jornada sin desayunar. Afortunadamente, su dedicación lo ha premiado con el tiempo suficiente para interrumpir su camino y comer algo rápido. Como si se tratara de un milagro, el olor a café con leche y pan recién horneado lo atrae hacia un local modesto pero prometedor, abierto a esas horas de la mañana y con una generosidad impar. Nuestro caminante se acaba de encontrar con un café de chinos, una de esas bendiciones culinarias que ya son una tradición en la ciudad.
La historia de los cafés de chinos
Nadie sabe exactamente cuál fue la primera de estas cafeterías que llegó a la Ciudad de México. Sin embargo, gracias a Salvador Novo en su Historia gastronómica de la Ciudad de México, sabemos que sus fundadores llegaron al país a mediados del siglo XIX para trabajar en la industria ferroviaria. De hecho, es probable que los primeros locales de este giro aparecieran en el norte del país, donde los ferrocarriles nacionales comenzaron su historia. En ese caso, es casi seguro que se hayan visto forzados a cerrar debido a la persecución racial hacia la población china en Torreón durante 1911.
Una vez a salvo y con los ánimos un poco más tranquilos, los primeros cafés de chinos llegaron al entonces Distrito Federal entre 1930 y 1940. Al principio se establecieron cerca de las estaciones de trenes, como pequeñas cafeterías que servían el almuerzo principalmente a los trabajadores de la industria ferroviaria. En sus inicios, cuenta Novo, el menú era muy parecido al de los carros comedor de los trenes: bísquets, hot cakes, huevos con jamón, café no tan cargado, bistec y frijoles. No tardó mucho para que junto a estos platillos apareciera el chop suey y el chow fan que encajaron perfecto con el resto de la carta.
La oferta culinaria de los cafés de chinos
Poco a poco, y conforme fueron tomando popularidad, estos restaurantes comenzaron a abrir en distintas partes del Centro ampliando, ahora sí, su oferta para ofrecer los deliciosos panes que hoy ya todos conocemos. Las piezas de pan que vendían no solo eran atractivas para el paladar, sino también para la vista; los maestros panaderos que las elaboraban combinaron técnicas orientales y francesas, toda una innovación para los comensales.
La presentación de los panes también jugaba un papel importante, pues era lo primero que uno veía antes de entrar al café. Allí estaban los panes como pieza central de un pequeño diorama astutamente adornado con objetos típicos de China; muñecas de porcelana, abanicos o las clásicas figuras de Budai —también conocido como Buda sonriente—, aunque la verdadera magia era lo que pasaba ahí dentro.
Para sus cafés, los cocineros chinos inventaron una especie de jarabe espeso y extremadamente amargo que por sí solo puede tener un sabor muy desagradable, pero al combinarse con leche se convierte en el ingrediente secreto para una mañana reparadora. Hasta la fecha, la forma en que sirven este café con leche es hipnotizante. A la mesa llega un gran vaso vacío en el que se sirve al gusto el concentrado oscuro y amargo; después de eso el mesero sirve la leche desde una altura considerable para que el chorro genere una espuma firme que corona la bebida.
Una presencia entrañable
Las fotografías en este artículo son del café La Pagoda, que junto con La Popular es uno de los clásicos 24 horas imperdibles del Centro, pero no es el único que existe en la ciudad. En Tacubaya hay otros negocios igual de entrañables, como el Kowlaan, con sus decoraciones en colores vibrantes y un menú económico y cumplidor que salva tanto a oficinistas como a estudiantes desde 1991. En Santa María la Ribera nos encontramos con el Lucky, donde son maestros en los tallarines con chapsui y el wontón.
Los cafés de chinos son una parte entrañable de esta ciudad no sólo por las delicias que salen de sus cocinas, sino porque nos han acompañado desde siempre. No son pocas las personas que tienen recuerdos de haber visitado alguno de estos lugares con sus padres o sus abuelos; pedir un café con leche y un bísquet con mermelada y quedarse ahí, platicando y saboreando como si el tiempo fuese solo una ilusión. Quizá por eso los queremos tanto, pues, casi sin pensarlo, se convierten en una extensión del propio hogar en aquellas horas en las que la rutina nos persigue sin descanso.