Mirar desde las alturas tiene un encanto privilegiado; no necesitamos demasiadas explicaciones, contemplar al mundo desde lo alto es indudablemente seductor. Antes del elevador, vivir en pisos altos equivalía a escalones y los escalones a cansancio. Las casas elegantes se extendían por una ciudad chaparrita, los pisos amontonados unos encima de otros se asociaban a la periferia y las vistas desde lo alto se reservaban a los aviones. La idea de habitar las alturas llegó después.
La Torre Latinoamericana se inauguró con la palabra progreso marcada en cada uno de sus 181.33 metros, 44 pisos que le merecieron el premio del rascacielos más grande del mundo–fuera de Estados Unidos– un mundo que ya valoraba lo alto como símbolo de poder. Llegaron después más rascacielos, departamentos en últimos pisos, restaurantes con vistas panorámicas.
La altura aterroriza y fascina, con la fascinación de lo que nos es ajeno, a lo que accedemos sólo algunas veces, contadas y especiales. En el último piso del Hotel The Westin Santa Fe hay un lugar que explota con tino la opulencia de las alturas. Heavenly Spa tiene mucho de celestial. La mejor idea es encontrar una excusa –todas son válidas– para robarle horas a un día cualquiera y pasarlas con una vista a tres de los cuatro puntos cardinales. Al llegar se empieza por dejar guardado todo lo que cargamos, física y metafóricamente.
Traje de baño, bata y pantuflas. Caminar a la alberca, pedir un martini, repetir mentalmente que no es muy temprano. Hay que llegar un rato antes de la reservación para disfrutar tranquilamente el agua tibia y el aire fresco. Cuanto más cerca de la tierra el aire es más caliente, pero aquí la tierra está bastante lejos y el aire es frío. Después viene lo mejor, el momento de caminar a la cabina de masajes: hay con aroma a lavanda y aceites esenciales para dormir mejor, piedras calientes de río que aceleran el flujo de energía, cremas de avena, fresa y vainilla. Un tratamiento exprés para exfoliar con sales de cristal y uno lujoso con hierbabuena y técnicas ancestrales para eliminar la fatiga. El servicio es de primera y las terapistas amables y discretas.
Al salir hay mas alturas, más agua tibia y más aire frío. En el área de jacuzzi hay camastros, toallas blancas e inmaculadas y burbujas, las del jacuzzi y las del vino espumoso, que se sirve acompañado con trufas de chocolate. El paisaje alrededor es abrumador, una ciudad que no descansa y que parece existir –al menos por estas horas robadas– en un universo aparte: a la derecha el bosque de Chapultepec y al fondo los edificios de ciencia ficción de la zona de Santa Fe.
Este ejercicio que supone el lujo del apapacho no es cosa de todos los días, pero lo efímero tiene un gusto único y como tal se disfruta sólo algunas y especiales horas.
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