Los recuerdos más entrañables de la ciudad viven en los tianguis. Las fotos viejas que venden allí quedaron como registros sepia de una ciudad que ya no existe, de personas que son fantasmas, de cartas de amor que no entendemos. A mediados del siglo XIX muchas fotos tenían un solo propósito: convertirse en carte-de-visite: una postal que servía de testimonio, cariño y constancia de que todo estaba bien.
El fotógrafo francés André Adolphe Eugène Disdéri patentó el formato carte-de-visite en 1854. Con una cámara de 4, 8 o 12 lentes tomaban un sólo negativo con varias fotos de 6 por 10 centímetros que se imprimían en cartulinas del tamaño de tarjetas de presentación o postales –antes conocidas como “tarjetas de visita”. El éxito de este formato estuvo en la posibilidad de reproducir la misma fotografía hasta doce veces. Había quienes pedían que cada cuadro fuera distinto –un proceso más difícil–, aunque lo más especial era tener tantas copias como fuera posible de la foto más bonita.
La época dorada de la carte-de-visite coincidió con la de los álbumes de fotografías que llegaron a México en 1853 y alcanzaron su punto más alto cuando se supo que la Emperatriz Carlota era aficionada a coleccionar fotos de sus familiares. Con ello nació toda una legión de coleccionistas de fotos que retrataban familiares o paisajes de México. En las fiestas de clase alta, era común ver a las personas intercambiando Carte-de-visites con sus amigos. Por supuesto todas las fotos que obtenían en las reuniones iban a sus álbumes personales. Era casi como ver a niños intentando llenar un libro de estampas.
Los estudios fotográficos de la ciudad
Para los fotógrafos de la segunda mitad del siglo XIX la popularidad de las carte-de-visite fue una bendición. De hecho, estudios como Cruces y Cía, Valleto y Cía, Maya y Sciandra y Lorenzo Becerril se convirtieron en los más populares populares de la ciudad gracias a este formato. Ganaron reputación porque además de tener los equipos más avanzados y fotógrafos de buena reputación, también innovaron en sus escenografías, algunos tenían armarios de utilería dignos de un teatro.
La sociedad burguesa del siglo XIX tenía una afición por la naturaleza (el verdadero romanticismo), pero los equipos de foto eran demasiado pesados y sensibles como para llevarlos al campo. Por eso en los estudios comenzaron a pintar telones con paisajes típicos de la naturaleza. Tenían, por ejemplo, imágenes que simulaban la región de los volcanes, la parte florida de Xochimilco y algún fantástico Pensil de la ciudad. También utilizaron elementos como naturaleza muerta, “piedras” de papel pintado y animales disecados. Todo para simular un viaje que de otra forma no habrían podido retratar.
La evolución de las carte-de-visite
A partir del siglo XX las cámaras fotográficas se volvieron más pequeñas y portátiles. Uno podía comprar una cámara y llevarla consigo a sus viajes, pero los estudios seguían haciéndose cargo de la impresión de las pequeñas fotos. Algunas casas imprimían líneas al reverso de cada foto para que las personas escribieran una dedicatoria que a menudo se convertía en una carta completa.
No pasó mucho tiempo para que en los lugares turísticos de todo el mundo vieran a las carte-de-visite como una buena forma de hacer dinero. Así nacieron las postales que hoy encontramos en cualquier lado a precios muy bajos. Las primeras fotos del género ahora están en álbumes familiares, en museos como el del Estanquillo o, si uno corre con suerte, en algún tianguis de la ciudad por poco más de $10 cada uno.
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