parque lira
2 de julio 2018
Por: Carolina Peralta

Parque Lira: un secreto de plantas, fuentes y pérgolas para pasear un día cualquiera

En la calle homónima, Parque Lira está para visitarse un día cualquiera y perderse (poquito) entre plantas, juegos, skaters y gatos.

No se puede comenzar a hablar de un lugar en Tacubaya sino reiterando el caos que la hace. Luego, de lo insospechada que llega a ser. Esta zona de la ciudad, alguna vez tan deseada, tan digna de aristócratas o científicos, guarda secretos. Allí estuvo alguna vez el Observatorio de Tacubaya, ya extinto. O el edificio Ermita, cada vez más abandonado. En cambio sí permanece la alucinante Casa de la Bola, convertida en museo de artes decorativas. Y a su lado, una de las caminatas más deseables de la ciudad: Parque Lira. Si caminar la calle homónima y sus alrededores puede ser de lo más áspero y hostil, pasear en este parque es para resolver, desenredar, jugar. Un respiro que a menudo se nos olvida que existe.

Tras la serie de tropiezos que implica llegar, a uno lo recibe un arco de entrada, a la vez triste, a la vez triunfal. Este portón tipo italiano da acceso inmediato a otro ritmo, a otro aire. En Parque Lira huele a humedad de otra parte. Será por su vegetación, que es mucha y parece más bien selvática, y su porosa roca. El paseo lo trazan veredas adoquinadas, laberínticas pero no lo suficientemente confusas, que propician la deriva y recuerdan caminatas en otra parte, de otros tiempos.

El Parque Lira fue desde un inicio eso, un espacio para andar. Para caminatas de otros tiempos, caminatas decimonónicas. Esta finca, que comprendía la Casa y el ex templo de Nuestra Señora de Guadalupe, –que hoy es la Delegación Cuauhtémoc y un centro cultural, respectivamente– existe desde 1618. Pero fue el Conde de la Cortina, en tiempos porfirianos, quien dio vida a este terreno como un jardín. Luego fue la familia textilera Lira Mora: en las primeras décadas del siglo XX pidió al arquitecto italiano Javier Cavallari remodelarlo como parque estilo neoclásico. Entonces lo llenaron de espejos de agua, estatuas de bronce, una pérgola y un arco en la entrada, que cerraba una reja de herrería coronada por una media luna, que ya no existe.

Lo mejor de un parque es que visitarlo no implica demasiada voluntad. Están allí, dispuestos para un día cualquiera. Parque Lira nunca está demasiado lleno pero uno siempre encuentra lo propio: niños en las fuentes o en el Faro Bicentenario que todos los días del año ofrece actividades y libros, a adolescentes que echan cascarita o patinan en el skatepark, parejas que probablemente resuelven cosas, gatos que encuentran –también ellos– allí un refugio.

Parque Lira se visita durante el día, pues por la noche hay poca iluminación y no es muy recomendable. Cuando cae el sol es preciso salir como se entró. Caminando. Pero sin duda con más claridad; con los pies y la cabeza más articulados. Caminando a ese otro orden urbano, otro paso acompasado con la asimetría, también deseable.

  

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