carsten holler
9 de abril 2019
Por: Carolina Peralta

Así se ve Carsten Höller en el Tamayo: un Coney Island de la percepción

Carsten Höller transformó el Museo Tamayo en su propio laboratorio; Sunday es una muestra corta, con desorientaciones fugaces que se parecen a un mosquito zumbando.

Cuando llegó la noticia de que Carsten Höller estaría en el Tamayo, muchos imaginaron una visita espectacular, mucho más fotogénica. Pero (además de que no llegaron los hongos giantes o los toboganes) en términos de sensación parece que Höller pretende justo lo contrario. Estos escenarios controlados y variables, incluso aparatosos, provocan cosas mucho más sutiles que la risa o un hueco en el estómago. Cuando uno cruza Six sliding doors, por ejemplo, sabe que no se quedara entre espejos por siempre, pero quizás (al menos para nosotros) hay un sobresalto diminuto. Necesario.

Carsten Höller fue entomólogo antes de ser artista. Imaginamos que durante años escrutinó insectos bajo luz blanca, manipuló y catalogó arácnidos; los guardó a todos en cajitas etiquetadas. Es doctor en entomología agrícola, para ser más precisos. Y se especializó en la comunicación entre ellos, los insectos. Y aunque Carsten Höller ahora dedica su vida al arte, lo suyo tiene mucho de científico. Sunday, su primera muestra en México, transforma el Museo Tamayo en un laboratorio. Y eso inmediatamente nos convierte a nosotros, los visitantes, en experimentos de algo. ––No estamos seguros de qué.

En Sunday, una serie de seis puertas de espejo automáticas te llevan hacia un lugar que ya no es el Tamayo sino un artificio. Y es que uno de los objetivos de Höller es desarticular la idea que tenemos de museo –más específicamente del Museo Tamayo– para volverla otra cosa. La otra manera de ingresar a la exposición es desde Decision Tubes, unos tubos de red que funcionan como una especie de puente elevado hacia las distintas salas. Los asistentes deciden qué tubo cruzar y eso determina su experiencia; a partir de ahí, los sonidos, las luces, los olores, las texturas, todas, son variables en el juego.

Uno llega a una sala cuya pared principal es un muro de luces intermitentes (Light Wall), de fondo suena algo que en conjunto tapan un poco los oídos. Da un poquito de vértigo o el sentimiento de haber bebido algo. Los guardias usan lentes oscuros y dicen que ellos procuran no voltear a ver mucho el muro (nos imaginamos en qué estado te pondrá estar 8 hrs al frente). Detrás hay miles de cápsulas apiladas que quizá a uno le recuerden otras piezas de arte que ya ha visto. Luego está Upside-Down Goggles, unos lentes que reflejan el mundo al revés –y con los cuales no te dejan caminar porque dicen, te puedes caer–. Double Neon Elevator, por su parte, es una estructura que envuelve y genera patrones de luz en cascada, que da la sensación de estar dentro de un elevador que no da saltitos, sino que sube y baja lentamente.

Esta instalación hace sentir, por medio de vibraciones, que crece la propia nariz.

La experiencia también cambia depende del día que uno vaya, de los compañeros, del paisaje que le toque. Cuando fuimos iba un grupo grande guiado, todos se parecían, y de pronto estaban bajo unas luces como de laboratorio, que le dan a uno las ganas de examinarlos. En esa misma sala hay dos camas (Two Roaming Beds) que se mueven muy lentamente y rallan el piso. Naturalmente, las quisimos tocar, pero no nos dejaron. Dicen que algunas personas podrán pasar la noche allí, pero no estamos seguros quién, cómo o por qué.

Las piezas de Carsten Höller siembran dudas microscópicas, inducen lapsos de incertidumbre y desorientaciones fugaces que se parecen a un mosquito zumbando.

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