La ciudad de hace 50 años cabe en un baúl lleno de cajas de cerillos. Estos estuches de cartón fueron en su momento objetos de colección (involuntaria) porque en todos lados los regalaban y todos tenían ilustraciones en el lomo y los fósforos dentro, casi todos, puntas de colores. Para nosotros, los cerillos ya son meros registros de una ciudad que ya no existe, de restaurantes y hoteles que tuvieron momentos de gloria que no nos tocó ver. Walter Benjamin decía que los coleccionistas son “fisonomistas del extenso mundo de las cosas”; cuando uno chacharea en algún bazar, entre cerillos, se relaciona justo con ese extenso mundo de las cosas.

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En el bazar El Reto, por ejemplo, encontramos un baúl abierto lleno de cerillos. Lleno de cajas de fósforos antiguos que tienen mensajes inscritos en el lomo como una suerte de alegoría infinita ––como el material suficiente para resolver una ciudad pasada que sólo es posible imaginar.

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A principios del siglo XX, los hoteles y restaurantes estaban infatuados con los cerillos, con su portabilidad perfecta y con la certeza de que los clientes, casi todos fumadores continuos, verían su anuncio varias veces al día. Así, los hicieron souvenir y medio de publicidad. Al salir del restaurante, uno tomaba dos o tres cajitas, las guardaba en la bolsa y llegando a casa las echaba en un recipiente de cristal cortado lleno de ellos. Así, la abundancia y generosidad de los hoteles y restaurantes del momento hacían de la gente coleccionistas involuntarios. Toda señora de respeto tenía su plato con cerillos finos en la sala. Porque más que una colección de objetos se trataba de una colección de viajes, de salidas a comer y a beber. La colección de cerillos de alguien es como su catálogo de visitas.

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Los cerillos que encontramos en El Reto son justo eso: un catalogo de visitas de alguien que representa toda una época de la Ciudad de México, una época por lo demás mucho más elegante y detallista. La humedad y el tiempo los han arruinado y como medio publicitario son obsoletos, pues esos lugares ya no están. Son acaso pequeñas estafetas que los coleccionistas –como adivinos– dejaron para quien estuviera dispuesto a excavar.

Los lugares que anuncian los cerillos y que ya no están…

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Los Guajolotes estuvo en Insurgentes y Eje 5 Sur y le rodean leyendas. Dicen que Diego Rivera hizo allí, en una de sus mesas, el plano para el Teatro de los Insurgentes; que el logo lo hizo Abel Quezada en una servilleta a cambio de una cortesía o que lo frecuentaba Adolfo López Mateos. Del Delmonico’s, un restaurante en la Zona Rosa, se dice que iban los banqueros a tomar el aperitivo mientras un mesero anotaba las cotizaciones del mercado de valores.

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En ese entonces, de Ermita a Lindavista la gente, toda, comía Doni Donas. En el parque de Chapultepec estaba la Cafetería del Parque con su logo art decó y en Hamburgo estaba El Mauna Loa, una quimera tropical con escenario de puentes y ríos y mujeres vestidas con cocos y flores hawaiianas. El Altillo fue familiar. En El Rey del Pollo la gente comía pollo asado y en El Mesón del Cid (que aún existe pero ya no da cerillos) se comía lechoncitos mucho más que ahora. Los fraccionamientos que apenas construían, como La Herradura, eran de Categoría, con mayúscula siempre.

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